Juan Segundo Dos Vidas
“Einmal ist Keinmal”
Eran las 5:55 cuando sonó la alarma y la apagó. Eran las 5:56 cuando sonó la alarma, y de nuevo la apago. A las 5:55:30 se levanto y a las 5:56:30, por segunda vez, también, se levanto. Cuando hubo puesto el pie derecho en el piso por segunda ocasión aquella mañana se dirigió al baño y entre la oscuridad de un sol que, apenas despuntando, se filtraba por los espacios no ocupados de las cortinas de blanco lienzo, levanto la tabla y orino. Salió del baño y sin recorrer más de un pie de la habitación volvió a entrar y luego de levantar la tabla que acababa de bajar, un poco más, orinó. Media hora más tarde, ya cambiado y aseado por partida doble, estaba listo para salir de su casa. Miró a su mujer aun durmiendo con respiración agitada. Sintió que no podía abandonarla, que quizás aquel día debería no acudir al trabajo, que podía ocurrir que la respiración agitada le presagiara un mal día, que probablemente ella lo necesitara allí a su lado. Sintió necesidad de romper con su rutina, con su sistema, de volver a la cama y abrazarla, de retornar a ella y volverse leve. De disfrutar. El latido de su yugular fue ahora el agitado. Sintió que el aire espeso de la habitación de puertas cerradas (su mujer tenía fobia de dormir con la puerta abierta) le quitaba la capacidad de pensar con claridad. Antes de irse, con los mismos ojos que la había mirado instantes atrás, le volvió a mirar y experimento deseo otra vez de quedarse. Cuando la sensación de que la habitación cerrada no permitiale pensar comenzó a invadirlo giró bruscamente y se dirigió la puerta de calle. Abrió, cerró, abrió, cerró y vio el resplandor de un sol sofocante invadirle los poros de la cara y la medula de las retinas. Se tapo el rostro (incluido los ojos) y al correr las manos, volvió a experimentar la sensación de que aquel radiante sol de lunes porteño, le invadía los poros y la retina. Comenzó entonces una vez más el tedioso camino.
Su forma de andar por las calles parecía a algunos, graciosa. A otros les irritaba. Algo sabía bien el. Era la forma necesaria de andar, si quería darle peso a su vida. Creía que nadie sabía de ella en su oficina ya que a su escritorio no habíale visto nadie jamás llegar, y de allí no lo habían visto nunca retirarse. Nunca escucho a nadie burlarse porque desde los 27 años padecía de sordera selectiva. Había elegido la tarea mas adecuada para su propósito a la edad de 24, estampillador de la dirección nacional del automotor. Dos estampillas idénticas por cada legajo. En la calle, por cada dos pasos que Juan daba hacia adelante recorría uno hacia atrás. Los lunes, martes y miércoles la secuencia comenzaba después de dar el primer paso y retroceder uno igual. Los jueves, viernes y sábados daba dos y entonces comenzaba a retroceder. En contra de lo que muchos pensaban, el mecanismo no le costaba concentración alguna. En el barrio se comentaba que por el grado de concentración que aquel andar requería era que jamás levantaba la vista del piso y que usaba aquellos auriculares en los oídos. Las conjeturas sobre lo que escuchaba eran variopintas. Un grupo de mujeres que se juntaba a tomar el te a las 6 y media en la confitería del Siglo afirmaban haber escuchado una voz satánica transpirar de los auriculares. Otros decían que escuchaba simplemente las noticias de la mañana, otros que era irrelevante pues padecía de sordera. Juan solo escuchaba la cíclica repetición de la novena de Bach de dos aparatos diferentes. Uno en cada oído. El resto de lo que los mortales decía, era todo era una patraña.
La mañana de aquel lunes casi llegando a la esquina de Avellaneda y Alsina creyó escuchar que le gritaban, mas decidió ignorar cualquier potencial cambio a su rutina que pudiera modificar el curso del tiempo.
Cuarenta y siete años antes, sentado en el colectivo de la entonces línea C habia abandonado los dibujos del libro de tapas duras del gato con botas que llevaba en sus manos y leído mirando hacia la izquierda y en diagonal hacia abajo con dificultad: “el mundo, es un círculo que ya se ha repetido una infinidad de veces y que se seguirá repitiendo in infinitum”. El libro de aquel hombre de pelo canoso y manos cansadas que se había sentado a su lado después de la primer parada, temblaba por las imperfecciones del asfalto mas también por la imprecisión de su propio pulso. Cada tanto el hombre limpiaba la garganta y el pequeño Juan creía haber sido descubierto en su intromisión. Entonces, cambiaba la dirección de su mirada súbitamente hacia la ventana. Vio la zapatería Lena, a una mujer rubia caminando con una niña de vestido blanco de la mano y la puerta de la escuela pasar delante de sus ojos. Ante todos pestaño rápidamente para encontrarlos (casi) en la misma situación y el mismo lugar. Cuando volvió a posar, por última vez, la mirada sobre el libro del hombre alcanzó a leer: “todo vuelve y retorna eternamente, cosa a la que nadie escapa!”. Apretó suavemente los labios y adelantando el inferior por sobre el superior sintió que bajabasele la (aun no incipiente) nuez y se le estiraba la piel del cuello. Con brillante capacidad para un niño de su edad se pregunto si así se sentirían los hombres de África. La mañana anterior su maestra les había mostrado una foto de aquellos hombres del color del café de su madre y a el le había impresionado la forma de sus labios. Cuando retorno del continente origen (adonde su mente se iría tantas veces a lo largo de los años) se encontró mirando al vacio. Levanto entonces la vista y vio que el hombre de cabellos del color de la leche de su madre había cerrado el libro y lo miraba como desde arriba de un pedestal. Luego de limpiar la garganta, el hombre leche, con compasión le dijo <<Recuerda, Juan, esto no es cierto o quizás si, pero en cualquier caso, Parmenides estaba equivocado: el peso no es negativo>>. No supo como sabia su nombre más supo que su vida jamás volvería a ser la misma. Tenía 7 años, iba camino a la escuela y no sabía ya cual era la hora ni en qué calle se encontraba. No pensó ni quiso averiguar a quien pertenecía la frase ni quién era el hombre calvo. Cuando volvió del asombro se dio cuenta que se había pasado dos paradas.
Cuarenta y siete años antes, sentado en el colectivo de la entonces línea C habia abandonado los dibujos del libro de tapas duras del gato con botas que llevaba en sus manos y leído mirando hacia la izquierda y en diagonal hacia abajo con dificultad: “el mundo, es un círculo que ya se ha repetido una infinidad de veces y que se seguirá repitiendo in infinitum”. El libro de aquel hombre de pelo canoso y manos cansadas que se había sentado a su lado después de la primer parada, temblaba por las imperfecciones del asfalto mas también por la imprecisión de su propio pulso. Cada tanto el hombre limpiaba la garganta y el pequeño Juan creía haber sido descubierto en su intromisión. Entonces, cambiaba la dirección de su mirada súbitamente hacia la ventana. Vio la zapatería Lena, a una mujer rubia caminando con una niña de vestido blanco de la mano y la puerta de la escuela pasar delante de sus ojos. Ante todos pestaño rápidamente para encontrarlos (casi) en la misma situación y el mismo lugar. Cuando volvió a posar, por última vez, la mirada sobre el libro del hombre alcanzó a leer: “todo vuelve y retorna eternamente, cosa a la que nadie escapa!”. Apretó suavemente los labios y adelantando el inferior por sobre el superior sintió que bajabasele la (aun no incipiente) nuez y se le estiraba la piel del cuello. Con brillante capacidad para un niño de su edad se pregunto si así se sentirían los hombres de África. La mañana anterior su maestra les había mostrado una foto de aquellos hombres del color del café de su madre y a el le había impresionado la forma de sus labios. Cuando retorno del continente origen (adonde su mente se iría tantas veces a lo largo de los años) se encontró mirando al vacio. Levanto entonces la vista y vio que el hombre de cabellos del color de la leche de su madre había cerrado el libro y lo miraba como desde arriba de un pedestal. Luego de limpiar la garganta, el hombre leche, con compasión le dijo <<Recuerda, Juan, esto no es cierto o quizás si, pero en cualquier caso, Parmenides estaba equivocado: el peso no es negativo>>. No supo como sabia su nombre más supo que su vida jamás volvería a ser la misma. Tenía 7 años, iba camino a la escuela y no sabía ya cual era la hora ni en qué calle se encontraba. No pensó ni quiso averiguar a quien pertenecía la frase ni quién era el hombre calvo. Cuando volvió del asombro se dio cuenta que se había pasado dos paradas.
Desde aquella mañana de lento invierno bonaerense en la que la luz había desaparecido al subir el a aquel colectivo, supo que debía vivir cada instante la mayor cantidad de veces posible. Fue así que la siguiente mañana fue y volvió 4 veces en el mismo interno de la línea 96 antes de bajarse en la escuela. Llego 3 horas y cuarenta y seis minutos tarde. Catorce minutos antes de la salida. Con el tiempo fue puliendo la idea, minimizando sus acciones a las ínfimas necesarias. Logro así tener que repetir la menor cantidad de cosas posibles. Aprendió a los 11 que la repetición de todos los actos requeriría de un tiempo infinito y cíclico. El crepúsculo y el amanecer le dictaban la linealidad pero él no estaba dispuesto a rendirse. Quiso avocarse a la lectura de Borges más cuando lo leyó hablando de un rio que no ocurria dos veces, supo que era otro Parmenides, y lo abandono. A los 13, luego de haberse levantado durante 2 años a las 4 de la mañana para caminar ida y vuelta hasta su nueva escuela (a tan solo 25 cuadras de su casa) desarrollo el método de caminar que perfeccionaría a los 16 y que ulteriormente le llevaría a la muerte mas de cuarenta mas tarde. Por aquel entonces separaba ya la comida en dos mitades (dos veces) y había aprendido a utilizar siempre dos cucharas, dos cuchillos o dos tenedores según el plato del día requiriese. Los movimientos eran armónicos y sincronizados, uno tras el otro, siempre a la misma distancia. Al principio sus padres creían que era un juego. Cuando quisieron remediarlo (creyendo que Juan actuaba de manera patológica) estaba ya tan entregado a sus sistemas que fue imposible convencerlo de nada. Conoció a su mujer en dos ocasiones seguidas y le dijo dos veces el mismo piropo. Ella lo encontró romántico hasta el día que le propuso matrimonio repitiéndole el mismo verso de Neruda hasta que ella dijo que sí. Solo una respuesta podría haberlo detenido. Aquel día, obnubilado por el i-raciocinio de su corazón vencido ante la belleza de su mujer, creyó que podría detener el tiempo en aquel momento si tan solo repetía el mismo verso hasta el infinito. Cuando ella respondió sintió una especie de alivio.frustracion que lo conmovieron hasta las lágrimas. Dos: idénticas y consecutivas. Rodando por la misma mejilla. A los 21 descubrió que debía alejarse de la mayor cantidad de hechos fortuitos posibles si quería lograr la perfecta duplicación de la vida. Fue así que fue perdiendo contacto con los demás mortales. Con su esposa fue dilapidando el dialogo hasta no hablarle más a los 37. El amor de aquella mujer de ojos negros laca y mejillas de porcelana era demasiado grande por aquel Juan que algunos consideraban esquizofrénico y otros maniaco depresivo. No pudo dejarlo. Los años pasaron con la lenta velocidad de una vida que se hace cada vez más pesada, y Juan sintió que de a poco iba ganando la pulseada. Todo hasta aquella mañana de lunes.
El grito que su necesaria reproducción del tiempo había ignorado trataba de prevenirlo. Pero el no pudo admitirlo. Nada podía sacarlo de la rutinaria necesidad de repetir la vida en dos vidas iguales en el deseo de no esfumarse como una mera imagen de nada. Sombra sola, sin sustancia. Nada salvo un hecho inevitablemente irremediable. Nada salvo la muerte. Vio al camión rojo tan cerca suyo que no pudo dar el último paso hacia atrás. Las declaraciones judiciales de 4 testigos aseveraron que había sido un voluntario suicidio ya que el hombre había vuelto su camino para ponerse en el trayecto de la maquina. A él le pareció ver un león feroz arrimarse a rugirle en la cara. Su mente pudo pensar en como hacer para que el golpe (que irremediablemente iba a ocurrir) de nuevo ocurriera. Mas el tiempo lineal de una vida sin sentido le mostró la última carta. Juan había logrado engañarlo durante 48 años con precisión envidiable pero las agujas que no paraban de girar le tenían preparada la venganza mayor. Quien ríe último…, llegó a pensar mientras el metal de los dientes del león se hendía en su costado derecho. No voló lo suficientemente lejos para evitar que el lo arrollara. Como aquella mañana de invierno, el sol se había escondido.
Tirado sobre el asfalto, se ahogo con su propia sangre. Deseo poder abrir los ojos para ver todo en una borrosa y paulatina desaparición pero no tuvo el ímpetu necesario para despegar sus pestañas. Intentó sentir que empezaba a morir de nuevo, mas no pudo. No tuvo la fuerza suficiente para reproducir el momento en un solo espacio mínimo de la realidad. Se preguntó si habrían sido los primeros siete años de su vida los que habían convertido su existencia en la mas liviana de todas las que hasta allí había conocido. Quizás habían sido las imperfecciones en el método que no había llegado suficientemente a pulir. Se le llenaron los ojos de agua. Y apretó suavemente los labios adelantando el inferior por sobre el superior sintiendo que se le bajaba la nuez y se le estiraba la piel del cuello. Recordó a los hombres color café. Y perdió para siempre el recuerdo. Soltó una sola lagrima y en aquel momento ultimo, rehusose a comprender. Su corazón alivianado por la verdad fue reticente a abrazar la realidad. Había intentado vivir dos vidas, dos vidas paralelas e infinitas, inmediatas y subsiguientes. Había intentado aumentar durante 48 años el peso de su ser a su peso doble; mas en el momento más importante, cuando cada uno de los instantes que había vivido por partida doble debían venir a comprobar la verdadera sustancia de su teoría, había fallado en morir dos veces. Olvidando absolutamente todos los pormenores de su vida movió uno por uno sin rasgo de repetición cada uno de los dedos de su mano. Cuando el dedo menique dejaba de moverse, un hombre de cabellera blanca y calva incipiente irrumpió de entre la multitud para decirle que lo había estado buscando. Lo había encontrado demasiado tarde para explicarle que Parmenides quizás tenía razón y la levedad era positiva. En el preciso e irrepetible instante en que el hombre de cabello blanco terminaba sus palabras, desaparecía para siempre un algo tan irrelevante como Juan Segundo Dvazivoty, un hombre más, un hombre que, aunque no pudiera aceptarlo, daba razón a la escritura que el mismo, ahora sin recordarlo, había elegido en dos ocasiones para su propia lapida: “lo que ocurrió tan solo una vez, no sucedió nunca”.