“Lo que distingue lo real de lo irreal, está en el corazón” John Forbes Nash
<<Julio Berto Donato Pietragalla>> dijo el hombre con voz firme y decidida a través de los orificios en la ventanilla. Cuando la bancaria terminó de escribir detrás del vidrio, extraviando la mirada hacia la derecha, firmó el mismo nombre que acababa de repetir, depositó el cheque en el cajón de metal, se puso el sombrero, se levantó y se fue. A la altura del bolsillo superior del saco marrón claro llevaba una mancha de café con leche desde la mañana anterior. <<No te preocupes que es del mismo color que el saco>> le había dicho entonces su amigo, Alejandro Petrovick, el Hungaro. <<No te preocupes Julito, vos siempre haciéndote tanto drama por todo, nadie se va a dar cuenta>>. Las palabras en boca del Hungaro sonaban casi hasta sarcásticas. En el camino de vuelta del banco al bar daba vueltas alrededor de la frase “hacerse demasiado problema”, cuando un niño se chocó con su pierna a la altura de la rodilla. <<Mire por donde camina, idiota>>, le dijo la madre de pollera larga y blanca como una mañana Antartida. Tanto drama, tanto drama. Hungaro hipócrita, la vida es un drama, volvió a transitar con la mente un camino diferente del que transitaba con el cuerpo. ¿O será que la vida no es mas que una comedia que transformamos en un drama? se preguntó, ahora mas calmo. Creyó intuir la cercanía figurándoselas a cada cual, la comedia y la tragedia, pegadas en los lados de una línea y a un hombre viéndolas tan cercanas que cruzaba la línea a cada segundo. Como un mimo, del llanto a la risa y de la risa al llanto, pensó, siempre cruzando de un lado al otro de la linea. Recordó a Bip el Payaso y sonrió. Se dio cuenta que era Marceau y casi se le pianta un lagrimón. Diose cuenta que en aquella caminata intentaba determinar el peso de la vida cuando tropezó con el escalón de entrada al bar. El Hungaro sacudió los brazos contento de verlo. <<Berto, Bertito, veni tomemosnos una copa>>. Eran las 10 de la mañana.
Si había algo que detestaba Julio de su amigo era su permanente necesidad de sentirse diferente. Por eso lo llamaba por su segundo nombre. <<Te dije cien veces que no me gusta que me llames por el nombre de mi padre. Y no, no puedo tomar una copa, son las 10 y a las 11 y media tengo que estar en la aseguradora, para firmar un cheque>>, le dijo al Hungaro mientras arrimaba una silla y llamaba al mozo para pedir un café con leche. Sin dejar que el Hungaro contestase prosiguió: <<Contame, Ale, que dijo La Manicura?>>. La manicura era el sobrenombre en código que usaban para hablar de la amante del Hungaro, una delicada mujer alta y risueña, de negros pelos largos rizados que se ganaba la vida escribiendo novelas de ficción. A los muchachos siempre les había parecido una analogía simpatica y a la vez un acertijo indescifrable llamar a la mujer que todo lo hacia con un par de manos mágicas, La Manicura. Era una mujer de clase, de inteligencia; quizás hasta demasiado para un hombre como aquel. A Julio siempre le había sorprendido que estuviesen juntos; que una alguien que todo podía decirlo en una frase (y que aun así nunca se detenía en una simple frase sino que seguía hasta escribir un libro), estuviera con aquel proyecto de persona que era su amigo. <<Creo que a La Manicura no lo voy a ver mas, amigo. Estoy cansado de que no quiera mostrarse públicamente conmigo, de que todo ocurra puertas adentro, de que nunca mi cara pueda salir al lado de la ella en una foto, en una revista, de que siempre sea el malparido ese del actor del cual no quiero ni repetir el nombre porque me saca sarpullido hablar de ese hijo de una gran…>>.
Cuando el Hungaro soltaba la lengua no había forma de que por sí mismo se detuviera. En su exasperante verborragia mental, en aquella desesperada carrera al infinito que parecía correr cada vez que comenzaba algo se basaban todos sus problemas. Así era que se había vuelto tan gordo, por eso con los otros muchachos lo llamaban también (a sus espaldas): el obeso. Julio se aprestaba a intervenir la alocada dicción del Hungaro cuando la voz del Alemán hizo el trabajo por el. <<Muchachos, que día de mierda tengo no saben, me paso de todo>> dijo Herman, mientras apoyaba en la mesa el gorro de lana que acababa de quitarse.
Herman R Kirschener había arribado al país con sus padres cuando solo tenía dos años desde West Virginia. Su padre, don Otto Kirschener, se había mudado a América procedente de Gelsenkirchen diez años antes. Al Alemán Kirschener de alemán no le quedaba ya casi nada más que el nombre, el apellido y una llamativa obsesión por Goethe. Los barrios bajos por los que había transitado predicando sus ideas matemáticas después de los picaditos por plata que jugaba (y en los que siempre se lucia por su remate picante y su gambeta indescifrable) le habían dotado de un Argentinismo tan profundo que no podía recordarse una frase en la que no utilizara un termino del lunfardo. Prosiguió: <<…esta mañana, hace una horita nomas, jugamos contra los cebollitas del Barrio La Carne. Meto dos golazos, pero dos cañonazos que no te puedo explicar Julito, el arquero parecía que estaba papando moscas, ni la vio. Ellos meten un gol de pedo, pero de puro orto te lo juro, cuando faltaban más o menos diez minutos. ¿Y vos podes creer, vos podes creer Julito (El Alemán y el Húngaro siempre se obviaban el uno al otro y por eso la historia se dirigía siempre a Julio) que cuando faltan dos minutos, al inútil, inservible, clemente del arquero nuestro, se le escapa la tortuga y sale a cortar un centro mas allá del punto penal? ¿Vos podes creer que nos empatan con un gol de cabeza de 15 metros? Lo peor es que a todos los chupa un huevo. Se termina el partido y se van todos a tomar una birra consolándolo al horrible del sin manos. Yo me quería matar. Obviamente perdí mas guita que en el casino y obviamente no se quedo ni un alma a escucharme explicando la segunda parte de teoría de los juegos que les pensaba enseñar. No sabes la calentura que tengo>>. Cuando el Alemán terminó la historia sobre el futbol de aquella mañana, el mozo, que había estado parado atrás de Julio (vaya uno a saber hacia cuánto) dijo dirigiéndose por encima de su hombro: <<Usted de nuevo. ¿Salió el café con leche? ¿Los mismos tres pedidos que ayer, no?>>. El tono era venenoso y despectivo. No hizo falta que contestara. La orden tardo muy poco y cuando Julio hubo terminado el café con leche miró la hora y recordó que era Martes. Tenía que ir a la clínica que tanto detestaba a ver a Martinez a quien tanto odiaba, mas no tenia opción y se aprestó para ir. Se le cruzó por la cabeza que se iba a perder la visita al correo e iba a tener problemas con su jefe. Tambien se iba a perder Italia-Chile que estaba por empezar en el televisor del bar. Se despidió de los muchachos rápidamente y salió rumbo a calle Virasoro. El whisky del Alemán y el vino con soda del Obeso aun estaban intactos.
Al salir del bar con paso presuroso sintió que el mundo había mutado. Allí adentro sentía una contención que el universo caótico de las calles no le brindaba. En la calle consideraba que la mitad temerosa de su alma veía la luz y se sentía distanciado de todo y de todos. Percibía como si los ojos de las personas se posaran sobre el de un modo acusatorio, apreciaba como que nadie lo apreciaba. Por eso cuando caminaba, cuando firmaba un cheque, cuando detenía un taxi, cuando se debía dirigir a alguien lo hacía con una convicción casi notablemente sobre-exagerada. Necesitaba demostrar seguridad. Si dudaba, probablemente la parte escindida de su ser se adueñaría del todo y entonces se transformaría de modo permanente en un ser desgraciado, como todos los otros. Caminaba con determinación cuando volvió a su mente el peso de la vida. Pensó en la manicura y en el arquero al ‘que se le había escapado la tortuga’. La vida para cada uno de ellos era, quizás, una comedia. Probablemente la manicura gozara de la compañía de su marido y de sus noches de inspiración a la luz de velas, de un hogar cálido, de una fama incipiente y del reconocimiento de la gente. Probablemente el arquero fuese un hombre medio, simplemente feliz con ser admitido en el ‘picado’ de los martes y con disfrutar de una cerveza después del partido apañado por cada uno de sus compañeros jurándole que a la semana siguiente tendría revancha. Pero cada cual tiene su contracara, reflexionó con claridad mental. Por cada Manicura con un talento inconmensurable y una sonrisa enorme, había un Húngaro en un bar lamentando su ausencia publica. Por cada arquero errático siendo consolado por los amigos había un Alemán ahogando sus resignacion en un vaso de whisky. Creyó concluir que la vida no podía ser determinada como comedia ni tragedia. La vida era un conjunto equilibrado de comedias y tragedias correspondientes, flotando en un espacio indeterminado, de forma caóticamente ordenada por las leyes de los silencios y las palabras y los seres confiados y los inseguros. Todos mezclados en un universo sin sentido ni dirección. El pensamiento comenzaba a asentarse en su lóbulo dorsal cuando sintió el olor de un perfume demasiado fuerte traerlo de vuelta al caos del mundo. Entonces, súbitamente, estampó, involuntariamente, un hombrazo contra el pecho de un hombre que venía de frente. <<Julio, Julito, que te pasa, en qué carajo vas pensando, loco>>. La voz entre enojada y amistosa era de Bombieri.
Bombieri disparó un par de palabras y Julio logró disimular su obnubilación y su vergüenza no contestando a ninguna de sus frases. El Tano Bombieri era un hombre de unos treinta y pico años, culto, inteligente, que siempre encontraba la manera perfecta de convencer a la gente de que sus ideas eran correctas. Era abogado, no de profesión sino como pasión. Defendía cada punto con la destreza de un esgrimista y la agresividad de un karateka. Sabía cuando atacar, cuando esperar, cuando dividir y cuando adherir. Su autor favorito era Sun Tzu, mas sus ojos brillaban cuando hablaba de La Republica. <<Nos vemos mañana, como siempre, a las 7, en la sala de tu casa>>. Julio asintió sin decir palabra alguna. La sala de su casa era el otro lugar donde sentía que el mundo no lo oprimía. El único lugar donde su razón no se sentía rota, donde no había grietas por donde sus pensamientos cayeran hacia un abismo sin fondo, por un tobogán perpendicular al suelo, con fin en el principio. En ‘la sala’ se juntaban desde tiempos que ahora eran inmemoriales. Julio Berto Donato Pietragalla y Enrique Carlos Adolfo Bombieri, el Tano. Dos tanos. El Tano Bombieri había aparecido en su vida mucho mas tarde que los otros, mas compartía tanto más con el que con el Alemán y el Húngaro, que, cuando el Tano había tenido una fortísima discusión sobre el equilibrio no cooperativo con el Alemán (al punto que se habían ido casi a las manos), Julito se había llevado al Tano a la sala de su casa en signo de reconocimiento de que lo elegía por sobre Kirschner. Aquella tarde habían comenzado una serie de diálogos sobre literatura y arte y cine y teatro que había afianzado su relación dramáticamente y que se repetiría por mucho tiempo. Era un miércoles, cerca de las 7.
La ultima tarde de Junio de aquel 1962, ocho días después de que se chocaran en la puerta del hospital, Bombieri no llegó a tiempo por primera vez en catorce años, dos meses y una semana a la cita de los miércoles. Fue la primera en 738 visitas no canceladas a la que no acudió a tiempo. La semana anterior, un dia después del encuentro casual, Julio habiele enviado un mensaje cancelando por malestar estomacal. Se preguntó si Bombieri estaría enojado. Creyó que casi 15 años de amistad merecían más que una simple y silenciosa ausencia. Entonces, por asociación de algún circuito extrañamente mal conectado en su mente y con atemorizante clarividencia, comenzó a recordar la ultima visita al médico al ritmo que empezaba a unirla punto por punto, como los juegos infantiles del diario del domingo, con la desaparición paulatina de cada uno de los ‘muchachos del bar’. Recordó al médico hablando de disfunción y de escisión a la vez que recordaba que el Húngaro no había estado tomando su vinito con soda ni lunes, ni martes. Rememoró al hombre con bata blanca abierta disertando sobre realidades psicológicas sub-alternas al tiempo que sintió la ausencia del Alemán contándole sobre el partido de futbol y su siempre negativo resultado. Se le hizo presente, casi hasta en cuerpo y alma, el doctor preguntándole sobre trastornos afectivos, ansiedad, rompimiento de las líneas de la razón, pérdida del sentido del tiempo y el espacio. Y fallo en lograr reproducir alguna imagen de los muchachos jugando billar el último sábado. Solo logró recordar el taco y las tres bolas. Finalmente le volvió el malestar y diose cuenta que durante los últimos ocho días lo habían estado transformado aquellas píldoras blancas que Martinez le había prescripto. Recordó el nombre: Clorpromazina. Frunció el seño preocupado por lo que tribulaba su mente y detuvo el tiempo por un segundo. Así, como quien desea no saber lo que su mente está pensando, maldijo al médico y a las píldoras cuyo nombre ya no podía recordar y corrió a toda velocidad hacia su biblioteca. En el camino golpeose el cuerpo contra dos paredes y una puerta.
Cuando llegó agitado a la habitación de roble barnizado consultó la copia reducida del Papiro de Ebers en alemán que misteriosamente le habían dejado en la puerta de su casa los padres desconocidos de Kirschner cuando tenía 11 años. Mientras retiraba la copia del estante, se le cayeron, estrellándose contra el piso, un volumen de tapas duras de “The Open Mind” y uno de bolsillo de “Le Théâtre et son Double”. La primera se descuaderno desplomándose de forma sorprendente y quedó abierta como si fuera un hongo explotado. Abrió el papiro en el capítulo 4, pagina 418 y mientras recorría las últimas líneas apretó el puño derecho y rechinó los dientes de rabia. Los ojos parecían espejos reflejando cada una de las letras en sentido derecha izquierda. Se amargó hasta la medula. Sintió el reflujo biliar subir por su tubo digestivo hasta plasmarse en su boca como si fuera el agrio sabor de un café sin azúcar. Casi se descompone, mas tuvo que morderse el labio para no sonreír. Pensó en Benedict Morel. <<La invención de Morel>> se dijo a sí mismo, ya sin saber si pronunciaba las palabras en la realidad o si solo eran un delirio de algún mundo sub-alterno. <<Esta es la verdadera invención de Morel. Yo soy mi propio Morel>>, gritó para que sus palabras no se confundieran con hechos inexistentes en un mar revuelto de aguas turbias. El sonido del grito retumbó en forma de eco cónico en las seis paredes de aquella habitación de manera desordenada. De la pared derecha fue al techo, al piso y de ahi a la pared frontal, a la izquierda y luego a la dorsal, donde apaciguándose paulatinamente, se calló para siempre. El silencio posterior fue aterrador; el primero que escuchaba en años. Cerró los ojos y tragó lo más profundo que pudo. Las cortinas se sacudieron por una ráfaga de viento que abrió la ventana con violencia y supo que seguía furioso porque el frió no le calmo el alma. Su corazón, latiendo, húmedo le decía que algo extremo debía hacer.
La ventana se sacudió contra el marco con mayor violencia que antes. Volviendo desde si mismo, el, separó, tan lejos como le fue posible, las pestañas inferiores de las superiores y, dirigiéndose con prisa desesperante hacia la ventana abierta de par en par, como quien va en carrera para saltar de una azotea a otra, apretó ahora el puño izquierdo y habiendo sacado la otra mano del bolsillo derecho, llegando casi con inercia descontrolada al borde de la ventana, arrojó cada una de las pastillas hacia una nada infinita. El brazo diestro le quedo extendido tan lejos de la cara que le pareció que podía tocar otro continente con la punta del dedo anular. Vio cada punto blanco alejársele hasta desaparecer en el horizonte aunque supo escuchar a cada capsula caer en algún paraje remoto. Vomitó con fuerza hasta la parte interior del estomago a través de la ventana aun abierta y sintió que el mundo se restablecía. Todo volvía a la normalidad. Respiró, entonces, con alivio y se dirigió a la sala con paso cansino. Al pasar el umbral, se secó la transpiración, se acomodó el cuello de la camisa y luego de limpiarse la garganta con ruido de tractor arrancando, tomó asiento en el sillón verde abriendo la edición semanal de Reader’s Digest. Pensó en que al otro día o al siguiente vería nuevamente al Obeso y a Kirschner y en medio de la infinita satisfacción de su corazón, se sintió más real que nunca. La palabra esquizofrenia se borró de su memoria y se aprestó, Julio Berto Donato, por vez número 739 para recibir, en el incomparable edén de su realidad, en la sala de su casa, al Tano Bombieri.
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