La balanza de la Nona Precedes
Creo que la nona se llamaba Precedes. Y si no se llamaba así,
mi mente la he puesto ese nombre por que para mi, esa viejita, tierna como la
recuerdan mis ojos ahora mucho mas estriados, es el antes del antes, el
preceder del ahora de cuando yo empecé a entender que era el ahora. Una vieja
de las de antes; encorvadita, con lentes de pasta y el pelo atado atrás, gris
siempre gris. Cargando cada arruga con el peso que las arrugas dan al alma, con
la importancia que dan al saber; sin ocultar jamás un defecto; llena de ser. Italiana
o hija de, la vieja estaba hecha a prueba de balas; uno de esos de nosotros que con
su constancia por aferrarse a la vida, desafían el concepto mismo de tiempo. Sobrevivió
cinco operaciones, le cortaron una
pierna, su cuerpo que se iba doblando cada vez mas por la fuerza de una
gravedad que con el paso de tanto tiempo comienza a querer aferrarnos al suelo,
parecía querer convertirla en un caracol. Pero siempre seguía; un día mas y después otro día y después otro día. No me acuerdo mucho de como era ella
mas allá de ella, solo que hablaba poco (con el tiempo tiendo a pensar que lo
justo y necesario) y que por mucho tiempo durante el cual yo tuve memoria, la
nona Valtolina (así si que la llamábamos) andaba con un andador, que vivía en
un lugar que se llamaba, se llama y se llamara: Barriales (probablemente
porque la lluvia levantaba allí un olor a barro que penetraba las
narices y el viento una tierra que penetraba los ojos). Y recuerdo, también, que en el frente de
su casa había una despensa
“Valtolina”. Y en el fondo un loro. Y ahora también-tanbien, me acuerdo de su balanza. La balanza Laica.
De Barriales si me acuerdo mucho. Me acuerdo que fue el
lugar donde empecé a creer que subir y bajar las compuertas de las acequias era
el trabajo mas importante del mundo (y probablemente allí lo fuera) y que tenia
una plaza con columpios en frente de la casa de una de las miles de tías,
primas de mi abuela (creo que esta se llamaba Porota, si rían) que allí vivían.
Y que nunca en la puta vida a pesar de los gritos y llantos y pataleos, mi
viejo se digno a detener el Coronado verde, ni después el Duna rojo, ni mi
abuelo su 12 blanco, ni después el gris para que bajasemos a columpiarnos. Un día voy a volver y me voy a hamacar
en ese columpio con toda la bronca, lo prometo mordiéndome el índice de la mano
derecha. Creo que muchas de las otras imágenes que mi cabeza guarda de aquel Barriales
son de Macondo, el pueblo que un genio invento y que yo fui poblando alrededor
de la casa del tío Abel, a media cuadra de la esquina de la despensa, al frente de la calle de
tierra.
En Barriales pasaban cosas raras, los gatos se comían a los
perros (o eso me hizo creer alguien porque no había ni un can) y el tiempo parecía
pasar mas despacio que en cualquier lugar del mundo. Corrió la versión en mi
mente años después de haber visitado el lugar por ultima vez de que por eso la
nona había vivido noventa y pico años. Es un truco, pensé, si a razón de cada
minuto, la nona ha vivido unos 45 segundos porque el tiempo es mas lento, en vez de 90 y pico en realidad había
muerto como a los sesenta y algo. De grande abandone la mágica idea por inverosímil.
O quizás por imbecil. La cuestión
es que, a mi me encantaba subirme al auto y emprender el largo viaje a Barriales a través una larga autopista que se terminaba en ese mas allá llamado Buenos
Aires. Pasando Guaymallen, empezaba a sentir que detrás del asiento negro de
Daniel, con los ojos clavados en la ventana gigante (y no mas allá) iba yo solo,
como adentrándome en un túnel hacia el pasado de ayer; hacia lo que yo deseaba
para el futuro. Y esperaba que bajásemos en el cartel herrumbrado que decía
Rivadavia, y que mis ojos comenzaran a ver a través de la ventana, y que anduviéramos
entre los Álamos cansados; por las calles que cada vez se hacían mas viejas
hasta llegar a la tierra, y a las viñas débiles al costado del camino y a la
imagen a lo lejos del lugar de fantasía, siempre en la misma esquina, tapado siempre por el mismo polvo que ahora levantaban los autos y otrora los caballos y antes que
ellos los hombres de a pie; la Despensa Valtolina.
Corríamos adentro y después de saludar rapidito, como quien
no quiere la cosa, nos íbamos todos a jugar a que vendíamos y comprábamos. A mi
me encantaba ser jefe, yo no quería estar en el trato con la gente; pero me
imaginaba con un mameluco y una boina, dirigiendo desde atrás, agachado
acomodando cajones, gritando “vieja” hay un cliente. De vez en cuando entraban
clientes de verdad, y nosotros nos paralizábamos. Era como que hubieran
invadido nuestro territorio sagrado; como cuando un extraño se nos aparece en
un sueno en el que todo, hasta alli, estaba premeditado. Yo no era ningún santito de chico y mis hermanas y primos tampoco; por eso nos robábamos
caramelos creyendo que los grandes no se daban cuenta. Siempre creíamos que los
grandes no se darían cuenta (como el dia que rompimos los vidrios de un
pelotazo desde adentro y ‘plantamos’ una piedra del lado de adentro; obviamente
olvidándonos los vidrios, del lado de afuera). Pero los grandes si se daban
cuenta. Porque los grandes eran grandes y nosotros chicos. Porque cometiamos errores infantiles como robarnos caramelos media hora, y encima comerlos, y aparecer en el comedor con el inconfundible olor a aniz,
en la boca, en las manos, en la cara, hasta en el pelo. Vos te sacaste un
caramelo de la despensa? Si pudiera describir la mezcla de culpa, picardía,
intentodementira complicidad y ternura que disfrazaba nuestras muecas desataría hasta
mi propia risa.
Un sábado por la tarde, cuando ya teníamos como cinco o seis
años, la viejita de las mil arrugas, que sabia de nuestras incursiones de manos
largas, nos preparo la trampa que hoy me lleva de vuelta a Barriales. Ese dia
llegamos y repetimos el ritual de saludar rapidito, y de volver sobre nuestros
propios pasos derecho a la despensa. <<Si que desea senior>>; un
kilo de yerba, dos cigarrillos sueltos, ciruelas una bolsita y…mate cocido,
tiene? <<Sicomono, acaestatodo son doce mil setecientos
australes>>, contesto mi hermana mayor que siempre le vendía a mi primo.
Pero cuando ‘eljuampy’ estaba por hacer de cuenta que se iba del negocio para
volver a entrar y pedir algo diferente, yo me di cuenta que no habíamos
saludado a la nona. <<No estaba>> me contesto mi primo;
<<debe estar durmiendo la siesta>>. No terminaba de pronunciar la
ultima a cuando la vieja entro despacito por la puerta del frente; en parábola
hacia el suelo, mirando hacia abajo. Y cuando casi salimos corriendo para
adentro creyendo que era un cliente, levanto la cabeza y nos mostro por primera
(y ultima vez que yo recuerde) una desperajemente bella sonrisa; y levantando
la mano derecha dijo: <<Señorita; tiene caramelos media hora?>>.
Los tres nos miramos cómplices. El tiempo se hizo mas lento que lo que ya era
hasta casi detenerse; hasta casi expandirse como una inmensa piñata que se
infla en la antesala de un cumpleaños. Yo crei que la escena jamas se reanudaria; que quedariamos petrificados hasta la hora de irnos, pero mi hermana contesto con natural sonrisa de pecas picaras: <<si señora cuanto quiere?>>.
<<75 gramos>>. Y los varones, que no sabíamos lo que era un gramo,
nos miramos, y mi hermana agarro el frasco inmenso de caramelos y, cargándolo
con las dos manos, en canasta, a riesgo de reventarlo contra el piso, lo llevo
hasta al lado de la balanza roja ‘Laica’; el nombre grabado en mi cabeza como
si lo hubiera escrito ayer mismo con la pluma que ahora sostengo. Y le saco la
tapa, y se apresto a meter la mano. <<Espere un segundito>> ininterrumpió
la nona; <<vamos a hacer un trato; joven usted venga>> me miró en
la distancia atrás del mostrador <<meta la mano bien adentro de este
frasco>> su rostro recuperaba la lucidez de sus mejores años << si
saca 75 gramos justos, va a recibir una sorpresa>>. Entonces, yo metía la
mano y sacaba un puñado y lo ponía en la Laica agotada de pesar yerba suelta
y pan rallado. Y ninguno de
nosotros sabia leer pero la viejita sabia, siempre nos decía lo mismo;
<<uy justo 75; justo, muy bien joven, usted es un afortunado, solo los
chicos buenos pueden agarrar justo 75; pronto va a recibir una sorpresa>>.
<<Yo
tambienyotambienyotambien>> al unísono; los no elegidos pedían que fuera
su turno y el ritual se repetía uno por uno, hasta que todos nos sentiamos los
mas afortunados del mundo. Pasaron los años y cada vez que íbamos a la despensa
la Nona Precedes aparecía de igual forma, por la misma puerta y repetía idénticas
palabras. Su tiempo se fue acortando y nosotros nos fuimos haciendo grandes; y
aprendimos los números y poco a poco la complicidad de la historia se invirtió.
Y cada uno de aquellos sábados que no fueron tantos, ni tan pocos, nos dejo una
sorpresa diferente en el bolsillo del saco o arriba de la mesa con un papelito
con nuestro nombre. Fueron los media hora y palitos de la selva y chocolatines
con los papeles de colores y animalitos y hasta alguna vez un alfajor cabsha
que jamás tuvimos que volver a sacar sin permiso; porque a los chicos buenos
siempre les espera una sorpresa.
La ultima vez que la Nona me peso ‘75 gramos’ de media hora
yo tenia 7 años y corría 1990, el año de “atajo Goyco” y las patillas
crecientes. Hoy tengo 30 y Goyco y
‘el turco’ son personajes en el ocaso de mi memoria. Pero me acabo de sentar en
un café de Paris, y cuando he pedido a la moza en mi francés rústico un cafe bien caliente y levanto
la vista, veo la balanza roja ‘Laica’
clavada en el 75. Entonces, mientras recuerdo todo lo que ahora cuento y dudo
sobre si voy a escribirlo; se larga a llover finito y suave y se levanta un extrañó
olor a tierra húmeda. Yse abre la puerta, y entra una señora mayor, de
mil arrugas y andador y yo, despacito, con la desesperada parsimonia del que se apresta a volver a su patria, me pongo “la canadiense” y guardando la libreta en el
bolsillo de adelante, apuro el paso hasta la mesa del comedor de la casa detras de la despensa Valtolina, seguro que este sábado a la tarde, junto a un papelito con mi nombre, la Nona Precedes me dejo una sorpresa.
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