Boston, ruido, amor y furia
Me esperaba sentada en el la cima de la escalera de cinco escalones que precedía a aquella puerta verde despintada que daba a nuestra casa un aspecto tan vintage y que nos había llevado a elegirla por sobre tantas otras casas similarmente victorianas, cuando la habíamos alquilado un invierno atrás. Su gorro de lana verde intenso nada tenía que ver con la campera roja de alguna extraña gamuza que habíamos comprado en una tienda de callejón en Jaipur mientras visitábamos el Triangulo Dorado de la India. Hacia ya casi dos años que nos habíamos mudado a Boston, cuando en un acto que mezclaba justicia y suerte, y ante mi cuarta aplicación, la Universidad de Harvard había finalmente decidido becarme para estudiar ciencias políticas. Bryant Back Bay, a pocas cuadras de los Jardines Botánicos, se había convertido hacía más de 20 años uno de los lugares más hip de Boston Central y, a pesar de la limitada incomodidad que su ubicación representaba frente al campus de Cambridge (donde yo debía concurrir cada mañana antes de las 8), lo habíamos elegido sin dudarlo porque nos daba acceso al corazón de una ciudad que, a este lado del Charles, considerábamos entre las más interesantes del mundo. El brillo de el pelo largo lacio que aparecía con fuerza desde el interior de aquel gorro, hacia que resaltara el color de la lana y la simple calidez de su rostro y era un hecho que yo siempre había apreciado como de una belleza difícil de alcanzar, aunque nunca se lo había dicho. Ella estaba con la cabeza gacha, concentrada en algo (o triste por algo pensé en aquel momento) por lo que no sintió que me acercaba. Tuve la chance de contemplarla un segundo mas y como tantas otras veces supe en lo profundo de mi alma que había encontrado a la persona que quería me acompañara para siempre. No era su belleza (que era extrema), ni su inteligencia o capacidad artística (que eran excelsas), sino ese aura de algunas personas que no se puede explicar más que como una vibración imperceptible que emana de la voz, de los movimientos y de la cadencia de aquellos que llevan consigo algo imposible de distinguir a simple a vista pero que golpea luego de conocerlos en profundidad.
Levantó la vista y me recibió con una sonrisa profunda, blanca y pareja. "Se te hizo tarde", me dijo con su incapacidad de enojarse por mi falta de puntualidad, comprendiendo que no llegaba tarde a ella por elección, entendiendo que si por mi hubiera sido hubiera estado sentado allí toda la tarde. "Vení, mira lo que encontré hoy por la calle", me dijo y se corrió levemente hacia la derecha, como quien simula generar un espacio para que el otro se siente, mas allá de que a su izquierda haya habido suficiente lugar para que se sentaran por lo menos dos personas. Até mi bicicleta y me afloje el nudo de la corbata antes de abrirme el sobretodo y sentarme a su siniestra. No necesité besarla en los labios al sentarme a su lado. La ausencia de romance en un sentido convencional también nutria el vientre de nuestra relación; eran los pequeños gestos, las cosas que encontrábamos, lo que creábamos el uno para el otro (o el uno para el uno pero que compartíamos con el otro) lo que hacía que el amor y el respeto mutuo y las ganas de seguir compartiendo creciera cada día un poco mas. En sus manos estaba su cámara, 'su hija' como lo llamábamos graciosamente en aquellos días porque no podía dejarla sola en la casa por mas de media hora. Mostrame, que te encontró tu hija? le pregunté y me pegó con el codo sonriendo antes de decirme que era un tarado.
Las fotos pasaron una tras otra y me llevaron caminando desde nuestra casa por Commonwealth Avenue hasta los Jardines Botánicos y de ahí de vuelta por Boylston hasta la esquina Noroeste de Copley Square, la que daba al frente de la legendaria biblioteca y donde, tantos domingos, nos habíamos sentado (yo) y reposado con la cabeza en mi regazo (ella) a leer un libro o hablar de cualquier cosa tan irrelevante para el mundo pero tan crucial para nosotros que podíamos pasar horas intercambiando ideas hasta perder la noción de quien había dicho tal o cual cosa. En aquella esquina, que yo conocía casi centímetro a centímetro, en nuestro banco, ella había logrado capturar una escena que por la vida que emanaba parecía mas el cuadro de un film que una imagen detenida. Del árbol que en primavera proveía sombra a aquel banco de prolijas maderas barnizadas y que ahora comenzaba a poblarse de sus rojas flores, se desprendían en el preciso instante de la instantánea dos hojas verdes que volaban casi simétricamente a unos diez centímetros de distancia la una de la otra. Las hojas flotando permitían percibir la velocidad del viento y el color azul profundo del cielo, intercalado de nubes tela blanca rasgadas, permitía saber que su temperatura era entre suavemente fría y aceptablemente cálida. Por debajo de las hojas, a unos ciento treinta y cinco grados, el reflejo del sol leve de incipiente primavera rebotaba sobre la calva del hombre hasta el infinito. Sus ojos clavados en una versión de bolsillo de El Ruido y la Furia probablemente no le hayan permitido percibirla a ella con su cámara de fotos inmortalizándolo para siempre. Tampoco le permitían, probablemente, percibir como lo miraba con los ojos vidriosos aquella otra ella, una mujer de unos setenta cuyo semblante prolijo y pelo aun largo redondeaban la definición propia de esa sutil mixtura entre elegancia y belleza que solo el paso del tiempo puede lograr. El hecho de que en su mano derecha tuviera ella una copia de tapas duras de Macbeth me pareció algo risueño y a la vez premeditadamente exquisito. La ausencia de peatones alrededor y la difuminacion perfecta de Trinity Church inclinándose en el fondo le daban a la foto un carácter propio de lo irrepetible más allá de su perennidad. Es increíble, le dije respirando el aire fresco del viento que acababa de empezar a soplar desde el rio, y devolviéndolo por la boca; ¿te llevó mucho sacarla? Es una foto de una toma. La saque una vez. Fue un segundo. Un segundo solo, me contestó, y agrego: no sé porque pero esta foto tiene algo.
El silencio que siguió no duró más de cuatro segundos pero permitió que ella apoyara su cabeza sobre mi hombro poniendo su cámara de lado. ¿Queres tomar un café? me preguntó y ni siquiera hizo falta que le contestara. Nos paramos y la abrace con mi brazo derecho sabiendo que la naturalidad de aquel día iba a quedar en mi mente por mucho tiempo. Atrás dejaba mi bicicleta, atada en la baranda de siempre, al pie de los cinco escalones, donde por aquellos inmortales cinco minutos, habíamos estado sentados.
Lo que sigue lo escribí con el corazón en la pluma y la mano en la boca; hoy a más de medio siglo de distancia cuando unos de nuestros hijos vio la foto impresa dentro de un libro de Faulkner donde yo la había escondido 3 días después de que ella la sacara. Tuve que mirarla 4 veces y permitir que mi corazón dejara de patear mi pecho con la fuerza de un pura sangre para poder soltar el primer trazo de mi pluma; para poder contestarme a semejante sacudón. Aspiré profundo el olor a cera de parquet recién lustrado que tanto me gustaba de los domingos por la mañana y dejé que se desatara la tinta sobre el anverso de la foto. Los dos viejitos éramos nosotros vestidos de turistas en la primavera ventosa de Copley Square de 2064 donde habíamos vuelto a celebrar nuestras bodas de oro. Los dos viejitos éramos ella y yo, yo y ella, en aquella tarde inolvidable de hace tanto tiempo (y de hoy, ayer y siempre) y de dentro de 2 semanas, en Boston, donde íbamos a estar de nuevo después de 52 años. Boston 2012/2064 escribí en el dorso de la foto y, en vez de guardarla en un libro de Faulkner, la guarde en uno de Shakespeare.
Pongo un comentario unicamente para hacer el primero.
ResponderEliminarTermino y lo leo, no quería que nadie me gane.
Abrazo!
KK