domingo, 20 de febrero de 2011

Buenos Aires, 7:10



Buenos Aries, 7:10

El sonido del despertador había cambiado. La mañana, como tantas otras parecía comenzar perezosamente lenta y el intentaba despegar su oreja derecha de una almohada a la vez que cubría su oreja izquierda con la otra, pero el sonido del despertador había cambiado. Maldijo; como cada día maldijo en el único idioma que conocía ylareputamadrequemepario, dijo con la voz impotente del que quiere ser enérgicamente violento pero no le dan las fuerzas. Como pensó que le sobraba el tiempo decidió quedarse unos minutos más en la cama pero al no poder recobrar el sueño emprendió su retirada del mundo paralelo que habitaba bajo sus sabanas y comenzó un nuevo despertar. Las amarillentas paredes laterales de la habitación infiltrada por la luz del abrazador sol de verano porteño colándose por las ínfimas hendijas de la persiana mal cerrada le daban sensación de obra de arte no terminada. Creyó que una de las manchas, a media altura de la pared derecha, parecía un elefante asiático estirando su trompa hacia el este pero cuando logro abrir bien el ojo derecho (el de Ra), se dio cuenta que la mancha solo tenía la forma de un circulo que sangraba por uno de sus costados. Ylareputamadrequemepario repitió ahora con un poco mas de énfasis en la voz y de satisfacción en la boca. La puerta que daba al pequeño living decorado con una mesa para dos, sillas plegables, un catre que emulaba un sillón, decenas de obras de arte en cada una de las cuatro paredes y un televisor que por dimensión y antigüedad hubiera pasado por pintoresco en algún departamento paquete de la Recoleta (pero que aquí daba sensación de bohemia pobreza), estaba abierta. La atravesó semidesnudo y fue al baño. Cuando hubose lavado la cara y recobrado el habla se sintió urgido de abandonar el lugar y con una pesadez inusual para esta altura del ritual matutino se vistió de oficina y salió. Al ingresar al palier del Segundo piso de Avenida de Mayo 538 creyó que la luz y el aire le penetraban las entrañas al punto que sintió (por primera vez aquella mañana) una fuerte puntada debajo de la costilla flotante derecha. Sorprendentemente no se sorprendió de que el antiguo ascensor de puertas tijera estuviera en su piso y sin siquiera poder adquirir conciencia, ni mirarse al espejo como hacía cada mañana, se encontró en la calle. Buenos Aires aun dormía.

Le sorprendió que la ciudad no estuviera tan atormentada como otras mañanas de taxistas y peatones y motos y puestos de diarios abiertos de par en par con una oferta grafica que le parecía obscena tanto por cantidad como por calidad.  Cuando bajo por Chacabuco comenzó a extrañarle aun más la ausencia de gente en las calles. Rotó sobre si mismo buscando, con un jadeo agitado, el olor de las masas de gentes que transpiran en su apuro por llegar vaya uno a saber donde por las mañanas. La soledad de la última vuelta que dio sobre sí mismo, como una calesita fuera de control, comenzaba a preocuparle de manera patológica hasta que la familiaridad de un hombre que rozo su codo izquierdo y apresuro el andar al pasar a su lado de la mano de un niño vestido de uniforme pantalón gris camisa blanca corbata roja escocesa, lo sacó del letargo y le hizo creer que estaba pensando estupideces. En la esquina de Chacabuco y Necochea casi lo atropella un Ford azul que cruzaba la bocacalle a toda velocidad transpirando el poder de la música a través de los vidrios polarizados cerrados. “El Cielo puede esperar” pensó, al tiempo que intentaba encontrar las palabras que, perdidas en algún rincón oscuro de su psiquis, se correspondían con la melodía ahora adjunta a su mente. Se acordó de aquel spot de Renault Clio que lo había cautivado de chico y que lo había llevado a ser creativo publicitario, a invertir el cien por cien de su tiempo en intentar crear algo que perdurara. Se acordó del delantal blanco del gordito, de la escoba y del movimiento que con ridícula gracia cautivaba mientras aquel Clio MTV pasaba por aquel inhóspito paraje con cinco rockeros a bordo que llevaban la música a todo volumen. Sonrió para justificarse a si mismo cuanto odiaba el día a día de lo que hacía, para convencerse de que sentado en aquella silla con vista a la parte de atrás del cubículo de quien se sentaba adelante de él, alguna vez iba a encontrar un producto en su imaginación que se asimilara al gordito de Clio.

Le quedaban todavía cinco cuadras para llegar a su oficina pero desde que la canción se había despegado de su mente el malestar y los dolores abdominales habían comenzado a acrecentarse y el sol que más temprano había entrado por la ventana y luego le había golpeado las entrañas en el palier, se hacía ahora más tenue y menos cálido. Vio acercarse a un edificio cuya puerta se custodiaba a los lados con dos columnas dóricas y notó que nunca antes lo había notado. Pasó la mano por la primer columna y la sintió suave como si fuera de mármol aunque fuera, en realidad, de alguna piedra caliza. Entre las columnas y en el escalón del medio de los tres que precedían a la gran puerta, una niña de unos 6 años, de espaldas a la calle, le pedía a su madre que se apurase a cerrar el ascensor sino llegarían tarde a la función de ballet. No le extraño que hubiera función de ballet por la mañana. Le pareció que la madre de la niña era de una belleza inusitada pero no pudo percibirla del todo bien porque un rayo de luz radiante atravesando aquel vestíbulo se interpuso entre ambos. Sintió una nueva puntada en el vientre, esta vez con mucho mas fuerzas, y creyó que iba a vomitar el hígado entero y de una sola pieza. Se detuvo; y en una de esas decisiones que se toman sin pensar y se lamentan para toda la vida, comenzó a volver.

Caminó un par de pasos con mayor pesadez que nunca. Ahora el malestar era completo. Supo que el camino de vuelta no iba a recordarlo cuando tratando de reconstruirlo, al modo de quien ve en una película rebobinándola en 2x, solo pudo ver las acciones de la ida a la inversa. La misma niña, la misma mujer, la misma columna, el auto, la esquina, el hombre que le golpeo el codo, el aire y el sol, Buenos Aires vacía, el ascensor, la puerta de la habitación, la luz filtrándose, oirapemeuqerdamatuperaly, una almohada, la otra almohada y el extraño sonido del despertador; que no había sido el sonido del despertador. Cuando abrió los ojos y pudo oler el olor a pólvora comprendió todo. El ruido que lo había despertado era el disparo de un arma silenciosa que en el final de la noche lo había asaltado; el hombre no era ‘un hombre’ sino su padre y el uniforme era el que su madre aun tenia colgado en un placar 22 años después de su primer día de escuela primaria. La esquina de su casa, su primer auto sonando a Ataque 77, las columnas del Partenón donde se había enamorado de aquella mujer que irradiaba luz y el sueño incumplido de tener una hija y de ser creativo publicitario. El poco oxigeno que irrigaba su mente le permitió esbozar una sonrisa tímida de complicidad consigo mismo  ante la verificación de la leyenda: antes de morir todo el universo, toda su vida (pasada y futura) se había cruzado ante sus ojos. Se tocó debajo de la costilla flotante derecha y sacó la mano caliente empapada en sangre. Jamás había despegado la mejilla derecha de la almohada. Logró ver que el reloj de noche posado sobre una versión de tapas duras de la biblia marcaba 7:10 y comprendió, Marcos, al fin, casi con el último suspiro, que se estaba muriendo.

1 comentario:

  1. Muy bueno bro!! Cuando se me pase la pachorraza te contesto mail.


    (El Gordo Manchado)

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