Mora
"Lo hermoso es alegría para siempre:
su encanto se acrecienta y nunca vuelve a la nada,
nos guarda un silencioso refugio inexpugnable y
un reposo lleno de alientos, sueños, apetitos"
J. Keats
Me habia yo quedado entredormido enfrente de la fuente de la barcaccia con una traducción personal de 'After Reading Dante's Episode of Paolo and Francesca, A Dream' en la mano cuando al abrir los ojos la vi por vez primera. Fue extraño notar antes que nada la delicadez de sus manos cortando el aire con movimientos cautelosos y simetricos. Su piel tersa vestía el par de manos finas y alargadas que, como árboles de primavera, se coronaban de rojos frutos intensamente florecientes en el extremo de sus ramas, uñas prolijamente pintadas.rojo en la punta de sus dedos.
Un par de parches verdes en el saco de hilo marrón abierto y una piel suave, como la mañana en los lagos, pura, impensablemente virgen cuando se hace presente cada día fueron las demas perfecciones que mis ojos, aun molestos por la resolana, no pudieron obviar. No me fue ajeno el hecho de que no hubiera una multitud de turistas molestos interrumpiendo mi conexión con los cantaros que fluian de los costados y el frente de la fuente con rítmica cadencia. Sus largas piernas de azul oscuro desfilaron por delante de la fuente por la strda del frente. Cuando llego a la esquina, presa de esa necesidad perpetua que todo ser tiene por el romanticismo inaprehensible (como luego me confesó), giró su cabeza hacia la izquierda y se fijó en los famosos escalones. No parecía molestarle el tener que usar zapatos de taco fino en la calle de pequeños adoquines irregulares. Fue cuando terminaba de cruzar la calle e intentaba devolver la vista a su frente habitual que nuestras miradas se encontraron. La profundidad de sus ojos verdes abducia a los hombres a otra dimensión. Yo, como mero mortal, hipnotizado por lo desconocido, la seguí, por un segundo, hasta el recoveco mas ignoto donde el verde se hacia negro y la trampa se convertía en magia. Ella, que se habia dado cuenta y me habia encontrado sumergido en sus ojos, rodeo la fuente y se sentó a mi lado.
Paso un tiempo considerable hasta que, quitandome el libro de las manos con gentileza, me dijo <<Keats es el paradigma del hombre perfecto, que jamás volverá a existir>>. Entonces supe que lo que habia visto en el trasfondo de aquellos ojos verdes podía ser por nosotros compartido en donde fuera que estuviesemos. Hablamos de Keats y Mills, del cine de Godard y de la brillantez de Walt Disney, de la dicotomia Bernini-Borromini, de Arden, Dior, Ghandi, Lennon y Maradona; de las guerras punicas, el Sida, la Reina de Inglaterra y el origen del dulce de leche. Cuando fallamos en ponernos de acuerdo en como interpetar a Shylock decidimos caminar. Shakespeare nos habia puesto en marcha.
A este lado del Tevere (el Tiber para mi) me llevo en una caminata silenciosa en la que solo ella yo y el rugir leve del río, nos acompañábamos el uno al otro, siempre callados, siempre como ausentes, mas siempre tangibles. Me hizo contemplar el pálido puente Fabrizio mientras ella al otro lado del río me sacudia las manos tratando de desfocalizarme de las escrituras en latin que jamás, a simple vista, podía yo entender. En vía del templo nos internamos furtivos entre los pintorescos edificios pastel que, oscurecidos por el efecto de un sol que, jugaba a las escondidas tras una nube pasajera, los transformaba en una especie de objetos difuso.amarillo.ocre.polen, que solo podían apreciar en profundidad los ojos de un ciego. Nos sentamos en las sillas de una pequeña mesa en la calle y tomamos ese café negro oscuro, corazón herido, que puede ser encontrado en cualquier lugar del mundo, pero que solo sabe así en la medula de este país mediterráneo. Seria un pecado mortal intentar reducir a una descripción en palabras la comida que acompaño aquella estancia. Creo, es mas, que ninguno de aquellos platos debería llevar un nombre. Llamarlos de alguna modo es desmerecer la perfección de su esencia, con la imperfeccion de los vocablos. El tiempo y las cuadras y los indescriptiblemente chocantes palacios e iglesias y edificios y escalinatas transcurrieron ante nuestras narices con la velocidad de lo efimeramente inigualable.
En un instante dado, nos sentamos a la par en la puerta del palazzo cisterna. La Vía Giulia, o quizás a larguisima caminata, me habian quitado el aire. Mientras el silencio perfecto nos acompañaba de nuevo, alguien se acerco a preguntar como se llamaba aquella Iglesia y yo lo mire, probablemente, con cara de confundido. Se que me dedicó una guiño cómplice, aunque su mirada jamás se encontró con mis ojos, antes de contestar, en un ingles rustico, que no hablábamos italiano. El paseo era conmovedor. La plaza Farnasse, nos habia regalado, minutos atras, una lluvia pasajera, artificio de viento y fuente, que la habia movido a bailar alla Audrey Hepburn en Funny Face. No recuerdo haber abierto tanto las comisuras de mis labios para sonreír como en aquel momento. La ciudad me regalaba la felicidad y yo, como su invitado de honor, con brazos abiertos, la recibia.
Por la Vía Foro Imperial nos dirigimos ya de tarde hacia el Coliseo. Jamás se me cruzo por la cabeza preguntarle adonde se dirigía aquella mañana antes de encontrarme. Mis ojos habian entrado en los suyos y desde entonces nada ajeno a lo que juntos hacíamos era relevante. Nos detuvimos ante una altísima figura frente al Vittorino y me hablo sin descanso sobre Trajano, Adriano, Cesar y Neron. Y crei amarla cuando comprendio, con empatica sintonia, mi obsesion por Ciceron y su precocidad democratica. Cuando retorne de aquel viaje a la Roma de los emperadores, encontreme casualmente (o no), sentado mirando un espectáculo de fuerza, tambores y fuego, en el Coliseo. Al escuchar aquella fabulosa puesta en escena mirando al penúltimo esfuerzo del sol flitarse entre las grietas de uno de los cientos de arcos de aquel coloso antiguo, me sentí completo. Creí que no quedaba porción algún de mis sentidos por ser inundada y, abstraido de una realidad que era tan mágica que no lo parecía, pestañe por un segundo mas largo que los demás sintiendo una calma indescriptible inunudarme desde el pecho hacia el resto del cuerpo.
Cuando abri los ojos, de una forma abrupta pero armónica solo pude percibir la piel tersa de una mano izquierda sobre la totalidad de mi hombro. Las uñas rojo fresa prolijamente coronando los dedos largos. <<Signore siamo arrivato a Fiumicino dieci minuti fa>>, me dijo con voz maternal. Miré a mi alrededor y no vi a nadie mas que a mi y a ella a bordo de lo que parecía un avión que habia sido ya desembarcado. No habian coliseos, ni tambores, ni sol poniente. En su lugar, un silencio ambientado invadio la escena. Ella se mantuvo parada junto a mi asiento prolongando por un segundo mas (que duro para siempre) la sonrisa mas perfecta de dientes redondos que jamás haya yo visto o haya de ver. Se mantuvo inmóvil, esperando, probablemente, que yo reaccionara. La parálisis se apropio de mi cuerpo o quizás momentáneamente, también, de mi mente. Creo haber alcanzado a percibir el plástico dorado a la altura de su bíceps izquierdo sobre el pecho. Mora. Decía. Repeti entre dientes un murmullo feliz, tenue, pasajero. Mora me dije a mi mismo. Claro, Mora. A través del recuerdo, ahora materializado, de sus ojos, pude ver un ladrillo del coliseo o quizás una gota de agua cayendo gravemente de Trevi. Y sin pronunciar palabra otra, solo sonriendo levemente, comprendiendo que este lugar y esta mujer que habiendo estado clavados en mi pecho durante cientos de años se habian repetido ciclicamente durante aquel viaje y me habian inundando de una felicidad irreal, me puse de pie y apuré el paso. Salí de la aeronave y corrí directo, sin jamás detenerme, con desesperación, hacia Plaza Spagna. Allí iba a esperar, sentado, al borde de la fuente, con las manos sobre la tinta de algún romántico y los ojos cerrados, a que ella, ahora en la realidad, ahora por aterradora segunda vez, ahora para siempre, viniera, con sus manos tersas y su sonrisa cómplice, de este sueño ajeno que por siglos he estado soñando, finalmente a despertarme.
"Lo hermoso es alegría para siempre:
su encanto se acrecienta y nunca vuelve a la nada,
nos guarda un silencioso refugio inexpugnable y
un reposo lleno de alientos, sueños, apetitos"
J. Keats
Me habia yo quedado entredormido enfrente de la fuente de la barcaccia con una traducción personal de 'After Reading Dante's Episode of Paolo and Francesca, A Dream' en la mano cuando al abrir los ojos la vi por vez primera. Fue extraño notar antes que nada la delicadez de sus manos cortando el aire con movimientos cautelosos y simetricos. Su piel tersa vestía el par de manos finas y alargadas que, como árboles de primavera, se coronaban de rojos frutos intensamente florecientes en el extremo de sus ramas, uñas prolijamente pintadas.rojo en la punta de sus dedos.
Un par de parches verdes en el saco de hilo marrón abierto y una piel suave, como la mañana en los lagos, pura, impensablemente virgen cuando se hace presente cada día fueron las demas perfecciones que mis ojos, aun molestos por la resolana, no pudieron obviar. No me fue ajeno el hecho de que no hubiera una multitud de turistas molestos interrumpiendo mi conexión con los cantaros que fluian de los costados y el frente de la fuente con rítmica cadencia. Sus largas piernas de azul oscuro desfilaron por delante de la fuente por la strda del frente. Cuando llego a la esquina, presa de esa necesidad perpetua que todo ser tiene por el romanticismo inaprehensible (como luego me confesó), giró su cabeza hacia la izquierda y se fijó en los famosos escalones. No parecía molestarle el tener que usar zapatos de taco fino en la calle de pequeños adoquines irregulares. Fue cuando terminaba de cruzar la calle e intentaba devolver la vista a su frente habitual que nuestras miradas se encontraron. La profundidad de sus ojos verdes abducia a los hombres a otra dimensión. Yo, como mero mortal, hipnotizado por lo desconocido, la seguí, por un segundo, hasta el recoveco mas ignoto donde el verde se hacia negro y la trampa se convertía en magia. Ella, que se habia dado cuenta y me habia encontrado sumergido en sus ojos, rodeo la fuente y se sentó a mi lado.
Paso un tiempo considerable hasta que, quitandome el libro de las manos con gentileza, me dijo <<Keats es el paradigma del hombre perfecto, que jamás volverá a existir>>. Entonces supe que lo que habia visto en el trasfondo de aquellos ojos verdes podía ser por nosotros compartido en donde fuera que estuviesemos. Hablamos de Keats y Mills, del cine de Godard y de la brillantez de Walt Disney, de la dicotomia Bernini-Borromini, de Arden, Dior, Ghandi, Lennon y Maradona; de las guerras punicas, el Sida, la Reina de Inglaterra y el origen del dulce de leche. Cuando fallamos en ponernos de acuerdo en como interpetar a Shylock decidimos caminar. Shakespeare nos habia puesto en marcha.
A este lado del Tevere (el Tiber para mi) me llevo en una caminata silenciosa en la que solo ella yo y el rugir leve del río, nos acompañábamos el uno al otro, siempre callados, siempre como ausentes, mas siempre tangibles. Me hizo contemplar el pálido puente Fabrizio mientras ella al otro lado del río me sacudia las manos tratando de desfocalizarme de las escrituras en latin que jamás, a simple vista, podía yo entender. En vía del templo nos internamos furtivos entre los pintorescos edificios pastel que, oscurecidos por el efecto de un sol que, jugaba a las escondidas tras una nube pasajera, los transformaba en una especie de objetos difuso.amarillo.ocre.polen, que solo podían apreciar en profundidad los ojos de un ciego. Nos sentamos en las sillas de una pequeña mesa en la calle y tomamos ese café negro oscuro, corazón herido, que puede ser encontrado en cualquier lugar del mundo, pero que solo sabe así en la medula de este país mediterráneo. Seria un pecado mortal intentar reducir a una descripción en palabras la comida que acompaño aquella estancia. Creo, es mas, que ninguno de aquellos platos debería llevar un nombre. Llamarlos de alguna modo es desmerecer la perfección de su esencia, con la imperfeccion de los vocablos. El tiempo y las cuadras y los indescriptiblemente chocantes palacios e iglesias y edificios y escalinatas transcurrieron ante nuestras narices con la velocidad de lo efimeramente inigualable.
En un instante dado, nos sentamos a la par en la puerta del palazzo cisterna. La Vía Giulia, o quizás a larguisima caminata, me habian quitado el aire. Mientras el silencio perfecto nos acompañaba de nuevo, alguien se acerco a preguntar como se llamaba aquella Iglesia y yo lo mire, probablemente, con cara de confundido. Se que me dedicó una guiño cómplice, aunque su mirada jamás se encontró con mis ojos, antes de contestar, en un ingles rustico, que no hablábamos italiano. El paseo era conmovedor. La plaza Farnasse, nos habia regalado, minutos atras, una lluvia pasajera, artificio de viento y fuente, que la habia movido a bailar alla Audrey Hepburn en Funny Face. No recuerdo haber abierto tanto las comisuras de mis labios para sonreír como en aquel momento. La ciudad me regalaba la felicidad y yo, como su invitado de honor, con brazos abiertos, la recibia.
Por la Vía Foro Imperial nos dirigimos ya de tarde hacia el Coliseo. Jamás se me cruzo por la cabeza preguntarle adonde se dirigía aquella mañana antes de encontrarme. Mis ojos habian entrado en los suyos y desde entonces nada ajeno a lo que juntos hacíamos era relevante. Nos detuvimos ante una altísima figura frente al Vittorino y me hablo sin descanso sobre Trajano, Adriano, Cesar y Neron. Y crei amarla cuando comprendio, con empatica sintonia, mi obsesion por Ciceron y su precocidad democratica. Cuando retorne de aquel viaje a la Roma de los emperadores, encontreme casualmente (o no), sentado mirando un espectáculo de fuerza, tambores y fuego, en el Coliseo. Al escuchar aquella fabulosa puesta en escena mirando al penúltimo esfuerzo del sol flitarse entre las grietas de uno de los cientos de arcos de aquel coloso antiguo, me sentí completo. Creí que no quedaba porción algún de mis sentidos por ser inundada y, abstraido de una realidad que era tan mágica que no lo parecía, pestañe por un segundo mas largo que los demás sintiendo una calma indescriptible inunudarme desde el pecho hacia el resto del cuerpo.
Cuando abri los ojos, de una forma abrupta pero armónica solo pude percibir la piel tersa de una mano izquierda sobre la totalidad de mi hombro. Las uñas rojo fresa prolijamente coronando los dedos largos. <<Signore siamo arrivato a Fiumicino dieci minuti fa>>, me dijo con voz maternal. Miré a mi alrededor y no vi a nadie mas que a mi y a ella a bordo de lo que parecía un avión que habia sido ya desembarcado. No habian coliseos, ni tambores, ni sol poniente. En su lugar, un silencio ambientado invadio la escena. Ella se mantuvo parada junto a mi asiento prolongando por un segundo mas (que duro para siempre) la sonrisa mas perfecta de dientes redondos que jamás haya yo visto o haya de ver. Se mantuvo inmóvil, esperando, probablemente, que yo reaccionara. La parálisis se apropio de mi cuerpo o quizás momentáneamente, también, de mi mente. Creo haber alcanzado a percibir el plástico dorado a la altura de su bíceps izquierdo sobre el pecho. Mora. Decía. Repeti entre dientes un murmullo feliz, tenue, pasajero. Mora me dije a mi mismo. Claro, Mora. A través del recuerdo, ahora materializado, de sus ojos, pude ver un ladrillo del coliseo o quizás una gota de agua cayendo gravemente de Trevi. Y sin pronunciar palabra otra, solo sonriendo levemente, comprendiendo que este lugar y esta mujer que habiendo estado clavados en mi pecho durante cientos de años se habian repetido ciclicamente durante aquel viaje y me habian inundando de una felicidad irreal, me puse de pie y apuré el paso. Salí de la aeronave y corrí directo, sin jamás detenerme, con desesperación, hacia Plaza Spagna. Allí iba a esperar, sentado, al borde de la fuente, con las manos sobre la tinta de algún romántico y los ojos cerrados, a que ella, ahora en la realidad, ahora por aterradora segunda vez, ahora para siempre, viniera, con sus manos tersas y su sonrisa cómplice, de este sueño ajeno que por siglos he estado soñando, finalmente a despertarme.
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