El Hombre y el Faro
"El mar es dulce y hermoso, pero puede ser cruel" E.Hemingway
En la primer noche de aquel naufragio en el que habia incurrido no por voluntad propia sino porque el destino realmente así lo había predeteminado, me encontré sumido en la profundidad de un mar oscuro y silencioso, perpetuo. La lentitud de las horas sumisas y detenidas golpeaban mis pensamientos como olas cercanas que desplegaban su amansada furia contra mi nave, enajenando mi suerte. El tiempo lento determinó que mi mirada se hiciera pesada y que mis ojos se cerraran con una frecuencia menos lenta pero mas prolongada que la normal ante la aparición de una nada que se extendia mas allá de lo visible. Inmerso en aquel letargo inaudito, naufrague por horas pensando solo en el blanco que había invadido mi mente frente al negro que había invadido mis ojos. El tiempo (medida absurda que transcurre a la velocidad de nuestras mentes y que pronto habría de desaparecer) le daba la razón a tantos pensamientos que me habían inundado en tantas ocasiones previas; el agua imperceptible que inundaba mi barca y mis ideas, lenta y sigilosa pero punzante y destructiva, esa asesina perfecta de las cerebros sin recuerdos, tomaba su lugar de a poco para ir desplazandome del mio.
Los lados de mi barco y mi cuerpo, entumecidos por la infantil intermitencia de una marea furiosa, se balanceaban de un lado a otro, añadiendo, junto con la noble caña que fluía de la vieja petaca, a una tremenda sensación de nauseabunda ausencia. Pasaron sobre el plato de mi cabeza cientos de imperceptibles estrellas cubiertas por los gases de espesas nubes que no dibujaban mas que una mancha extendida, una capota cerrada. La ausencia aumentó a medida que aumentó la cantidad de caña en mi sangre. Todo tomaba un matiz mas negro de lo negro a medida que mi nave avanzaba (o quizás retrocedía) por la inconmensurabilidad de las mareas. Entonces, cuando creía que nada podía despertarme de aquel profundo letargo, vi, a lo lejos, lo que parecía ser un faro. Apagados sus ojos, creí percibir su imponente figura lejana. Sus formas eran poco ambiciosas. Recto miraba erguido desde la soledad de sus ojos a la enormidad que lo rodeaba, buscando inundarlo. Siempre había tenido una gran debilidad por los faros, que al igual que el hombre (que les habla), se mantenían, de pie, solitarios, desde la autosuficiencia de una fortaleza que ladrillo tras ladrillo y tormenta tras tormenta habían, por si mismos, edificado. Faros.hombres capaces de soportar el frío y el calor, el viento, las olas, las tormentas, la sal, los ataques, las tempestades, las noches, los días, el tiempo, el ruido y el silencio, los placeres y los deberes de ser una guía, el protagonismo, el agravio, las moscas, los pájaros, los humanos y por sobre todo lo demás, a si mismos. Miré nuevamente y creí divisar su silueta cuasi-forme, con mayor claridad. Debe ser gris y de roca solida, con un reflector potente y aproximadamente unos setecientos cuarenta y dos escalones, pensé, atrapando mis pensamientos en la red de mis fantasias, mientras empujaba otro trago de Ron por mi áspera garganta. Decidí, sin embargo, ignorarlo. Nada podria sacarme de la soledad de la noche que había inundado aquel mar de decepcion. Nada, ni siquiera aquel faro, ni siquiera este Ron. Apoyé la cabeza sobre mi propio hombro derecho, y, dejando que el mismo blanco de antes se hiciera dueño de mis actos, me quedé dormido.
A la mañana siguiente, desperté sobre la cubierta. El sol, que sigilosamente resquebrajaba las maderas de mi barco con minuciosa paciencia, partía lentamente tambien, la piel de mis pómulos. Las evidencias del Ron de la noche anterior circulaban en forma de puntadas desde la parte parietal de mi cabeza a la altura de la sien hasta el punto donde el cerebelo se me insertaba en la nuca. Me detuve de rodar fuera de borda tomandomé de una de las barandas de la cubierta cuando una ola sacudio la proa con violencia. La violencia que deberia tener el segundo sonido del despertador cuando nos hemos dormido ante su primer sacudón, pensé. Lentamente tomé la decisión de incorporarme. Mas mi cuerpo no respondía aun a mi mente. Cuando logré coordinar las acciones de mi ser, me apoyé sobre mi codo derecho y lentamente fui despegando el cuerpo del blanco e incinerante deck-coating blanco con el que había completado la pintura de la cubierta algunos días antes de partir. Con suavidad necesite despegarme. Mi dorso se encontraba a cuarenta y cinco grados y ambos codos mios apoyados sobre el mismo lugar donde minutos antes estaba mi espalda, cuando mis ojos entreabiertos divisaron a lo lejos, nuevamente, el faro. Efectivamente era gris, efectivamente de roca solida, efectivamente erguido, imponente, a lo lejos. No podía saber, aun, si tenia 742 escalones, mas ya lo averiguaría, o eso creia. Aquel dia navegué con entusiasmo, creyendo que, si utilizaba eficientemente toda la fuerza de mi averiada vela menor (la única que me quedaba) podría alcanzar a mi guia en menos de 3 días. Navegué mas, hacia la tarde, con la furia de una marea de tormenta, corriendo a traves de la cubierta a velocidades inauditas. Fatigué mis piernas y mis brazos y llené mis manos de cayos sangrantes por tirar con fervor, una y otra vez, de las pesadas cuerdas. Mas al caer el sol tuve la extraña sensación de que ni un metro me habia acercado. Entonces, como la noche anterior, cai en manos de mi único compañero de viaje y me abrace, sin mas remedio, a la botella de Ron.
El aire transcurrió por mi frente y en todas las direcciones infló la espina dorsal averiada de mi vela menor, siempre intentando apuntar hacia aquel imponente mas (aun) lejano faro. Fueron 237 las noches que conté haber perseguido aquella estructura de piedras. 237 crepusculos y amaneceres, desayunos, almuerzos y cenas (algunos de ellos, en realidad, inexistentes) antes del día 238. El día en que mis fuerzas se rindieron y cerré los ojos. Recuerdo, famelico, haber entrado en un estado de trance. Primero deje de reconocer las horas del día. El sol de la 6 de la mañana me parecía igual al de las dos de la tarde y la brisa del mediodia igual a la del crepusculo. Luego, preso de una ceguera gradual, que paulatinamente cerro las cortinas de mi ventana al mundo, dejé de reconocer el día de la noche. Todo oscilaba entre lo amarillo y lo ocre, y la luna, que en mi alucinacion parecia siempre redonda, siempre llena, no podia distinguirse del sol. Carezco de noción de cuanto tiempo transcurrio hasta que finalmente, una noche (o un dia) soñé.
No tengo la menor idea, tampoco, que fue lo que soñé. Si me viera obligado a contestar algo diria que soñé con un puente y una bicicleta y un río y una mujer. Pero bien sabría yo que esa es la reproducción de un sueño que a-temporalmente soñé en miles de vidas anteriores a la de perder la nocion del tiempo. Lo que si sé sobre aquella vez que soñé, es que fue el ultimo de los actos inconscientes que transcurrieron en mi mente, antes de caer al agua.
El agua a la que caí debe de haber estado bastante salada porque se haber flotado mas de lo que el aire en mi cuerpo hubiera permitido. Los primeros instantes permanecí en mi estado de trance. Mas luego, con acostumbrada crueldad, el universo decidió regalarme unos últimos trazos de lucidez. Jamas intenté resistirme. Moví los brazos y me observé las manos. Filtrado por un turquesa profundo todo había recobrado su color de origen. Mis ojos redondos marrón abiertos hicieron contacto con el agua y jamas parpadearon. Floté, lucido pero en transito, floté. Detenido en el tiempo que desde hacia ya tanto tiempo no existía mas, floté. Y dejé que la flaccidez de mis músculos bajo el agua me guiaran hacia donde debía ir. Cuando la ultima gota de oxigeno hubose agotado en mis pulmones, mi cuerpo, como una sinfonía que comienza a terminarse, comenzó a cesar sus movimientos de manera suave, continua y armónica, hasta detenerse. Hasta posarse indefinidamente en el punto exacto en que el grandilocuente y perpetuo faro apareciose frente a mi, una vez mas. Entonces, mientras mi cuerpo tocaba el fondo del mar, la verdadera corteza de la tierra, comprendí que física e inmaterialmente, en algún momento, volvería yo a flotar. La cuasiformidad de aquel faro comenzó a tomar el color de las manos que acababa de ver y sus ladrillos a convertirse en mi propia piel. Vislumbre, así, con la claridad del agua que me rodeaba, que durante toda mi existencia había estado buscando el faro incorrecto, en el lugar erróneo. Sin dificultad logré aceptar que el faro no estaba mas allá de la punta de mi nave, que no era ningún punto material del universo en el que había estando buscado. El faro estaba aquí adentro. Clavado en la medula de mi pecho. Y ahora, cuando el faro material, irremediablemente cesaba de latir, entendía que lo que había perseguido por noches y dias y vidas sin sentido, no era otra cosa, que una precaria sombra mundana que en forma de corazón, durante 31 o 112 o 1001 años, había estado reflejando a la perfecta idea de mi ser, el mas puro concepto de mi mismo. Cerré, entonces, los ojos,y, con la felicidad de estar por encontrarme a mi mismo, miré hacia arriba y subí el primero de los 742 escalones.
Los lados de mi barco y mi cuerpo, entumecidos por la infantil intermitencia de una marea furiosa, se balanceaban de un lado a otro, añadiendo, junto con la noble caña que fluía de la vieja petaca, a una tremenda sensación de nauseabunda ausencia. Pasaron sobre el plato de mi cabeza cientos de imperceptibles estrellas cubiertas por los gases de espesas nubes que no dibujaban mas que una mancha extendida, una capota cerrada. La ausencia aumentó a medida que aumentó la cantidad de caña en mi sangre. Todo tomaba un matiz mas negro de lo negro a medida que mi nave avanzaba (o quizás retrocedía) por la inconmensurabilidad de las mareas. Entonces, cuando creía que nada podía despertarme de aquel profundo letargo, vi, a lo lejos, lo que parecía ser un faro. Apagados sus ojos, creí percibir su imponente figura lejana. Sus formas eran poco ambiciosas. Recto miraba erguido desde la soledad de sus ojos a la enormidad que lo rodeaba, buscando inundarlo. Siempre había tenido una gran debilidad por los faros, que al igual que el hombre (que les habla), se mantenían, de pie, solitarios, desde la autosuficiencia de una fortaleza que ladrillo tras ladrillo y tormenta tras tormenta habían, por si mismos, edificado. Faros.hombres capaces de soportar el frío y el calor, el viento, las olas, las tormentas, la sal, los ataques, las tempestades, las noches, los días, el tiempo, el ruido y el silencio, los placeres y los deberes de ser una guía, el protagonismo, el agravio, las moscas, los pájaros, los humanos y por sobre todo lo demás, a si mismos. Miré nuevamente y creí divisar su silueta cuasi-forme, con mayor claridad. Debe ser gris y de roca solida, con un reflector potente y aproximadamente unos setecientos cuarenta y dos escalones, pensé, atrapando mis pensamientos en la red de mis fantasias, mientras empujaba otro trago de Ron por mi áspera garganta. Decidí, sin embargo, ignorarlo. Nada podria sacarme de la soledad de la noche que había inundado aquel mar de decepcion. Nada, ni siquiera aquel faro, ni siquiera este Ron. Apoyé la cabeza sobre mi propio hombro derecho, y, dejando que el mismo blanco de antes se hiciera dueño de mis actos, me quedé dormido.
A la mañana siguiente, desperté sobre la cubierta. El sol, que sigilosamente resquebrajaba las maderas de mi barco con minuciosa paciencia, partía lentamente tambien, la piel de mis pómulos. Las evidencias del Ron de la noche anterior circulaban en forma de puntadas desde la parte parietal de mi cabeza a la altura de la sien hasta el punto donde el cerebelo se me insertaba en la nuca. Me detuve de rodar fuera de borda tomandomé de una de las barandas de la cubierta cuando una ola sacudio la proa con violencia. La violencia que deberia tener el segundo sonido del despertador cuando nos hemos dormido ante su primer sacudón, pensé. Lentamente tomé la decisión de incorporarme. Mas mi cuerpo no respondía aun a mi mente. Cuando logré coordinar las acciones de mi ser, me apoyé sobre mi codo derecho y lentamente fui despegando el cuerpo del blanco e incinerante deck-coating blanco con el que había completado la pintura de la cubierta algunos días antes de partir. Con suavidad necesite despegarme. Mi dorso se encontraba a cuarenta y cinco grados y ambos codos mios apoyados sobre el mismo lugar donde minutos antes estaba mi espalda, cuando mis ojos entreabiertos divisaron a lo lejos, nuevamente, el faro. Efectivamente era gris, efectivamente de roca solida, efectivamente erguido, imponente, a lo lejos. No podía saber, aun, si tenia 742 escalones, mas ya lo averiguaría, o eso creia. Aquel dia navegué con entusiasmo, creyendo que, si utilizaba eficientemente toda la fuerza de mi averiada vela menor (la única que me quedaba) podría alcanzar a mi guia en menos de 3 días. Navegué mas, hacia la tarde, con la furia de una marea de tormenta, corriendo a traves de la cubierta a velocidades inauditas. Fatigué mis piernas y mis brazos y llené mis manos de cayos sangrantes por tirar con fervor, una y otra vez, de las pesadas cuerdas. Mas al caer el sol tuve la extraña sensación de que ni un metro me habia acercado. Entonces, como la noche anterior, cai en manos de mi único compañero de viaje y me abrace, sin mas remedio, a la botella de Ron.
El aire transcurrió por mi frente y en todas las direcciones infló la espina dorsal averiada de mi vela menor, siempre intentando apuntar hacia aquel imponente mas (aun) lejano faro. Fueron 237 las noches que conté haber perseguido aquella estructura de piedras. 237 crepusculos y amaneceres, desayunos, almuerzos y cenas (algunos de ellos, en realidad, inexistentes) antes del día 238. El día en que mis fuerzas se rindieron y cerré los ojos. Recuerdo, famelico, haber entrado en un estado de trance. Primero deje de reconocer las horas del día. El sol de la 6 de la mañana me parecía igual al de las dos de la tarde y la brisa del mediodia igual a la del crepusculo. Luego, preso de una ceguera gradual, que paulatinamente cerro las cortinas de mi ventana al mundo, dejé de reconocer el día de la noche. Todo oscilaba entre lo amarillo y lo ocre, y la luna, que en mi alucinacion parecia siempre redonda, siempre llena, no podia distinguirse del sol. Carezco de noción de cuanto tiempo transcurrio hasta que finalmente, una noche (o un dia) soñé.
No tengo la menor idea, tampoco, que fue lo que soñé. Si me viera obligado a contestar algo diria que soñé con un puente y una bicicleta y un río y una mujer. Pero bien sabría yo que esa es la reproducción de un sueño que a-temporalmente soñé en miles de vidas anteriores a la de perder la nocion del tiempo. Lo que si sé sobre aquella vez que soñé, es que fue el ultimo de los actos inconscientes que transcurrieron en mi mente, antes de caer al agua.
El agua a la que caí debe de haber estado bastante salada porque se haber flotado mas de lo que el aire en mi cuerpo hubiera permitido. Los primeros instantes permanecí en mi estado de trance. Mas luego, con acostumbrada crueldad, el universo decidió regalarme unos últimos trazos de lucidez. Jamas intenté resistirme. Moví los brazos y me observé las manos. Filtrado por un turquesa profundo todo había recobrado su color de origen. Mis ojos redondos marrón abiertos hicieron contacto con el agua y jamas parpadearon. Floté, lucido pero en transito, floté. Detenido en el tiempo que desde hacia ya tanto tiempo no existía mas, floté. Y dejé que la flaccidez de mis músculos bajo el agua me guiaran hacia donde debía ir. Cuando la ultima gota de oxigeno hubose agotado en mis pulmones, mi cuerpo, como una sinfonía que comienza a terminarse, comenzó a cesar sus movimientos de manera suave, continua y armónica, hasta detenerse. Hasta posarse indefinidamente en el punto exacto en que el grandilocuente y perpetuo faro apareciose frente a mi, una vez mas. Entonces, mientras mi cuerpo tocaba el fondo del mar, la verdadera corteza de la tierra, comprendí que física e inmaterialmente, en algún momento, volvería yo a flotar. La cuasiformidad de aquel faro comenzó a tomar el color de las manos que acababa de ver y sus ladrillos a convertirse en mi propia piel. Vislumbre, así, con la claridad del agua que me rodeaba, que durante toda mi existencia había estado buscando el faro incorrecto, en el lugar erróneo. Sin dificultad logré aceptar que el faro no estaba mas allá de la punta de mi nave, que no era ningún punto material del universo en el que había estando buscado. El faro estaba aquí adentro. Clavado en la medula de mi pecho. Y ahora, cuando el faro material, irremediablemente cesaba de latir, entendía que lo que había perseguido por noches y dias y vidas sin sentido, no era otra cosa, que una precaria sombra mundana que en forma de corazón, durante 31 o 112 o 1001 años, había estado reflejando a la perfecta idea de mi ser, el mas puro concepto de mi mismo. Cerré, entonces, los ojos,y, con la felicidad de estar por encontrarme a mi mismo, miré hacia arriba y subí el primero de los 742 escalones.
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