jueves, 5 de mayo de 2011

Miradas


Miradas

Sería todo un detalle
y todo un gesto, por tu parte,
que coincidiéramos, te dejaras convencer
y fueses como yo siempre te imagine
JM Serrat


Cuando él la miró, supo que el escepticismo debía acabarse, que finalmente la espera larga y silenciosa; y el permanente y difuso ruido de fondo iba por siempre a terminarse. Supo que cada uno de sus actos lo habían llevado a aquel punto. Se agradeció a si mismo por haber esperado, por haber estado pacientemente buscando.   

Cuando ella lo miró supo que todo lo que siempre había imaginado ocurriendo en un instante de magia había ocurrido en aquel instante de magia. Supo que, tal como sabia que ocurriría algún día sin que ella pudiera modificar el mas mínimo curso del destino, había ocurrido. Supo que la velocidad de su vida disminuiría. Se agradeció a si misma por haber esperado, por no haber estado buscando.  

Sentado en la tercer mesa de la izquierda hacia adentro, con las piernas estiradas saliendo del contorno frontal y los pies apoyados en la silla del lado opuesto, el pasaba sus tardes encorvado sobre la tabla, con un lápiz negro garabateando borrones y palabras y mas borrones y mas palabras en una libreta negra de tapa dura y elásticos para sellarla. El lápiz se movía con vehemencia y se detenía, como un eco que deja de sonar, repentinamente. Rotaba cientoochentagrados sobre sus dedos y, con la misma vehemencia con que había escrito, borraba. Jamás supo nadie exactamente que escribía porque cuidaba con meticuloso recelo que su codo izquierdo cubriera el blanco rayado de las hojas. Mas pude yo imaginar por donde transitaban sus soliloquios al entablar cortas conversaciones en las que me conducía a través de sus miedos y sus frustraciones, sus vacios y sus felicidades. Se llamaba Matías. Era un hombre normal. Normal como cualquier otro hombre que no es normal, sino que es distinto a todos los demás. En realidad, era en tal sentido tan normal, que era raro. La vez que cruzó la puerta del bar por decimo dia consecutivo aquel mes de Julio mande rápidamente una orden a la cocina y para cuando el hubo llegado a la mesa yo le estaba esperando con su caféconlechedosmedialunas, dulces. Creo que lo apreció. Creo que aquel gesto ayudó a nuestra posterior relación y a que me hiciera algunas confesiones, relajado. Un día de invierno del año anterior o siguiente (no recuerdo) a aquel año bisiesto, me contó una historia que decía querer escribir pero sobre la cual conocía no el origen ni el destino. Era la historia de un hombre que atormentado con no poder concebir un hijo escribía por las noches con lujo de detalles cada uno de los centímetros de su cuerpo. Cuando el hombre terminaba la descripción minuciosa del cuerpo y el alma del niño, satisfecho con su creación, atormentado con haber completado su propósito, frustrado por no poder darle vida, se suicidaba clavándose la pluma en la yugular. Le pregunte si había leído Frankestein. Ante su respuesta negativa supuse que la idea la había heredado de las Ruinas Circulares. 

Sentada en la última mesa de la derecha, contra la ventana, ella venia solo de forma esporádica. Generalmente los miércoles. Siempre se me aparecía como alguien vital más aun cansado, contradictorio. Sus conversaciones telefónicas nada tenían que ver con lo que leía. Leía Hamlet y hablaba de marcas de zapatos y carteras; leía a Camus y hablaba de nombres de bares y tragos y noches interminables en las que la borrachera la llevaba a hacer cosas que yo prefería no escuchar. Su pedido siempre cambiaba. Con ella no podría nunca haber hecho el truco atento de la orden lista al sentarse. Una tarde en que el bar estaba casi lleno y ella no había traído su teléfono (con el cual pasaba buena parte del tiempo que yo la veía), leía con pasión. Cuando apoye sigilosamente el jugo de naranja en su mesa, para no desconcentrarla, levantó el par de profundos ojos azules del libro y me dijo <<Gracias>>. A través del reflejo en aquel mar profundo, de la luminiscencia vidriosa entre sus parpados, note que fue un gracias lleno de contenido, silaba por silaba, letra por letra. Intentó buscar algo que identificara mi nombre en mi camisa blanca como si fuera un empleado de local de comida rápida, mas yo, que no llevaba ninguna identificación y que me había dado cuenta, le conteste <<Roberto, me llamo Roberto>>. Cuando termine la frase y di media vuelta, me sentí extrañado, como penetrado por alguien que me conocía desde hacia tanto tiempo más habiéndonos olvidado, trataba de reconstruirme de adelante hacia atrás: cambiando mis arrugas por mi otrora piel estirada, mis ojos cansados por mis antiguos ojos ilusos y mi voz grave por una más aguda y enérgica. Aquella tarde transcurrió a gran velocidad por lo ocupado que estaba el bar. Tuve a las dos viejitas de los martes aunque fuera miércoles, al doctor borracho de la vuelta, al charlatán del quiosco de diarios y a unas 20 o 30 personas que, transeúntes casuales, habían visto luz y entrado. Aquella tarde no estuvo Matías escribiendo en su libretita, lo recuerdo ahora con lucida vividez. Si lo hubiera recordado antes, el curso del universo hubiera cambiado.
 
El final de aquel miércoles de Diciembre en el que limpiaba yo el bar, me encontró exhausto. Mientras pasaba la escoba con desgano encontré en el suelo, lejos de cualquier mesa, un libro de tapas duras, tirado. Sé que equivoque el camino al no tratar de reconstruir la tarde, que, cansado, asumí en mi mente que el libro no podía ser de otro que de Matías. Lo puse debajo de la caja y me hice una nota a mi mismo en la que puse: Matías, devolver, HOY. Al día siguiente al bar no vino casi nadie. En el aburrimiento de la acompañada soledad de un bar casi vacío, pergenie la idea (que siempre me había perseguido) de que un hombre, sentado en una altísima oficina, lograba tomar todo lo que a la distancia veía a través de su ventana con la mano derecha. El hombre tomaba con su pulgar y su índice a los autos que lejanos circulaban y los re-direccionaba en sentido contrario. Luego levantaba dos edificios del mismo color que estaban separados el uno del otro y los situaba contiguos. Así, pasaba día tras día, todos sus días: re-arreglando la escena; agitando las aguas; re-acomodando arboles, plantas, personas, pedazos de desierto; soplando las nubes, moviendo al sol de posición. Cada día su mirada llegaba más lejos, cada vez influía más en la escena. Cuando un día, cansado de tanto hacer, el hombre se llamaba a descanso, todo lo que él veía (y no alcanzaba a ver) comenzaba a incendiarse. Entonces el hombre con in-humano terror se daba cuenta que era Dios. La presencia de Matías en su mesa habitual me trajo de nuevo a la realidad. Antes de preparar lo de siempre me acordé del libro y me preparé para llevárselo a la mesa. Lo tomó con las dos manos a la manera oriental y lo dio vuelta. <<In Cold Blood, Truman Capote>>, soltó como si yo fuera un ciego que no hubiera podido leer el titulo grande en letras negras sobre la portada gris y blanca. <<In cold Blood, Truman Capote>> repitió. E irritado por su obnubilación, me di vuelta y me fui a buscar la taza a la cocina. No sé porque, pero no se me ocurrió preguntarle si el libro era suyo. 

<<In cold Blood, Truman Capote>> repetí una vez más cuando Roberto ya se había marchado. Como has llegado a mis manos, susurre en voz baja, temeroso de que alguien mas me escuchara. Lo abri lentamente, con cautela. En las páginas de aquel libro encontré no solo el genio de Capote, sino cientos de palabras que eran ajenas a la versión original pero que adjetivizaban o sustantivaban a cada una de las grandes ideas de manera brillante y, me sorprendí. Así, leí la descripción que Capote hacia de un pensamiento de Perry y pendiendo de un hilo que surgía de un rombo que la circunscribía, simulando el carretel del hilo de un cometa fantástico, leí el adjetivo “atemorizante”. Supe que el comentario era de una mujer porque la letra era prolija y el hilo jamás atravesaba alguna palabra. Di vuelta paginas y paginas con avidez de mas. Los carreteles de hilos de cometas que englobaban ideas variaban desde la palabra “tormenta” hasta la palabra “dolor” pasando por “levitante”, “lucido”, “amargura”, “nubes”, “barcos” y “montañas”. Parecía como si ella, en humilde aparente posición de lectora, hubiera estado tratando de reconstruir, en una especie de ingeniería inversa, la idea de la cual había surgido cada párrafo. Está tratando de reescribir la enciclopedia definiendo según las descripciones de distintos autores, pensé. Y sin quererlo mojé la hoja con el agua que había rodado por mi mejilla. No supe si fue de bronca, admiración, envidia o todas ellas juntas. Devoré gran parte de la novela.enciclopedia con preocupante y obsesionada pasión en menos de siete horas. Cuando se hizo de noche y el bar estuvo por cerrar, pagué la cuenta y me senté en el cordón de la calle, bajo la amarilla luz de un farol intermitente, a terminarla. Las dos palabras que, garabateadas nerviosamente en tinta azul, acompañaban la ultima carilla de la fabulosa novela de Capote, me quebraron el alma. Empecé, entonces (o quizás mucho antes) a creer que aquella mujer que había leído, aquella mujer que las había escrito, era la que yo, durante tanto tiempo había estado creando.

En los días que siguieron la busque en el bar de forma infructuosa, como quien busca algo que en realidad no existe. Mi vida real se transformó lenta aunque súbitamente, como un automóvil que atraviesa la noche con las luces apagadas, en una sombra de sí misma. En cambio, mi pluma revivió como reviven los cerezos en primavera, los ríos de deshielo en otoño, los hogares a leña en invierno. Los sonidos de la nada en la que transcurrían mis días sin encontrarla, me iban revelando paso a paso las formas de sus manos, el blanco de sus ojos, el largo de sus pestañas. Tantas tardes la vi entrar en aquel café solo para descubrir que no era ella, que con cada frustración fui eliminando un rasgo que encontraba en las no-ella para así agregar su opuesto. Poco a poco mi otrora defectuosa pluma la iba encontrando. Ella, igualmente, seguía sin aparecer.

Una tarde del verano anterior en que yo le había reprochado dos veces que se pusiera nuevamente las ojotas, Matías garabateaba el papel desmemoriado, ajeno, como quien no quiere estar donde esta, pero sabe no tampoco adonde quiere estar. Los vientos calientes que penetraban la habitación cada vez que alguien entraba al bar hacían que todos los presentes lo mirásemos con ofuscamiento. Era como si cada ingreso de un nuevo cliente.comensal rompiera la armonía del lugar, cambiando su temperatura, su sonido, su equilibrio. Lo comparé mentalmente con la situaciones en que alguien, abrazándose a la mujer deseada, y susurrándole la más ardiente declaración de amor eterno al oído, es interrumpido por el bocinazo de algún celoso que no tiene quien lo espere en su casa, ni en la calle. Abstraído serví, vaya uno a saber cuántos, cafés y gaseosas, carlitos, medialunas. A través de la ventana vi el calor materializarse en forma de ondas que cortaban el aire como espectros flotando. Cuando algún extranjero me pidió un tostado desde La Cuatro me di vuelta y enfile hacia la cocina. Vi a través de la ventana circular a tres cuartos altura de la puerta, que en el fondo uno de los cocineros cabeceaba quedándose de pie dormido. Entonces, cuando apuraba el andar para no permitir que se repitiera aquella escena en que yo intentaba despertar infructuosamente al cocinero y los clientes se retiraban uno tras otro sin pagar, por encima de mi hombro izquierdo la vi a través del vidrio del medio de los tres en que se dividía la puerta de entrada. Pasó de largo. Mas cuando llegaba a la esquina próxima, se detuvo debajo de un farol apagado, se tocó la cabeza levemente (creo que dudó) y volvió. La pollera de jeans cortada le tapaba mínimamente un par de piernas que al invierno siguiente no había notado tan atractivas. El pelo largo y perfectamente planchado, recogido, la hacía mucho más joven que un otoño menos. Empujó la puerta  y, quedándome yo a mitad camino, entre la mesa y la puerta de la cocina, me resigne a que el cocinero se quedaría dormido. Hipnotizado por su repentina y jovial presencia, no fui el único que la vio entrar, no fui el único que le clavo los ojos y le atravesó el alma. Entró y se sentó en la última silla, de dentro a la derecha. 

Cuando volviendo del hipnotismo inicial, realmente la miré  desde mi silla de la cuarta mesa a la izquierda, otra vez ya sin ojotas, supe que el escepticismo iba pronto a acabarse; que finalmente la espera larga y silenciosa y el permanente y difuso ruido de fondo que sonaba en el trasfondo de mi mente iban, en algún tiempo, a terminarse. Supe que cada uno de mis actos me había llevado a aquel punto. Supe que, jugando a ser un Dios propio, había logrado escribir cada uno de los párrafos que antecedían a este momento. Supe, además, que seguiría determinando con mis actos presentes el curso de cada una de las consecuencias futuras. Me agradecí a si mismo haber esperado. Haber, por tanto tiempo, estado buscando. La rasgadura de sus ojos era perfecta, el tobogán de su nariz era majestuoso, la rítmica paciencia de su respiración agitada inflándole el pecho vestido meramente por una musculosa blanca era simplemente la adecuada. Sonreí de felicidad eterna, como si la sonrisa jamás fuera a borrarse de mi cara. Supe que escribía con esa sonrisa una nueva página del libro de la vida y corriendo la silla hacia atrás, con naturalidad, me puse de pie y comencé a caminar hacia ella. 

Cuando lo miré empujando la silla hacia atrás, supe que todo lo que siempre había imaginado ocurriendo en un instante de magia había ocurrido en aquel instante de magia. Supe que la velocidad de mi vida disminuiría; que la tranquilidad me invadiría el cuerpo y que, tal como sabia que ocurriría algún día sin que yo pudiera modificar el curso del destino, había ocurrido. Había ocurrido tal como debía ser; como alguien, con la pluma de lo genial e inexplicablemente creativo, algún día dibujaría. Su semblante era seguro y su sonrisa genuina. Sus brazos eran delgados pero fuertes. Su boca que no estaba cerrada (aunque tampoco abierta) permitiame ver el sensual contorno inferior de dos dientes cuadrados, blancos. Cada uno de los movimientos que usó para levantarse de aquella silla, con natural decisión, eran los adecuados. Me agradecí a mi misma haber esperado, no haber estado buscando. Empujé, yo también, mi silla levemente hacia atrás y entre medio de una sonrisa inevitable, le dejé ver los hoyuelos en mis mejillas apenassonrosadas. Entonces, como quien acepta el destino de su destino inmediato, agache entre risas sutiles, levemente la mirada. 

Al yo, a la distancia mirarlos mirarse, pude percibir la vibración en el aire que los separaba. Se me nubló la mente y recordé con providencial claridad que yo iba a ver, el próximo invierno, el preciso instante en que “In Cold Blood, de Truman Capote” se caía de su bolso al salir ella apurada con el teléfono en la mano. Me rei al darme cuenta que después del acto no lo recordaría y me convencí, entonces, que toda la vida era un mero acto de azar. Cada una de las letras en las páginas de libros que habían escrito él y otros, flotando por años y siglos y vidas que comenzaban y terminaban y volvían a comenzar hasta encontrar el elemento que habían descripto, eran un acto incontrolable. Cada uno de los momentos sublimes en que la perfección de la fantasía volvía perfecta la imperfecta realidad al encontrar lo descripto con su imagen, no eran sino a partir de un indescifrable acto fortuito que no siempre ocurria cuando debía ocurrir. 

 Lo miré dar ese primer paso y la miré sutilmente agachar la cabeza al tiempo que encogía sus hombros y cerraba los parpados de forma casi infantil. Pensé que había demasiada suerte (o mala suerte) en que antes de tiempo se hubieran encontrado. Supe yo, entonces, que el mismo signo determinaría que una tarde en el futuro, en este bar, a ella se le cayera el libro del bolso y que yo por equivocación se lo diera a él. Supe que él se asombraría con lo que leería en aquel libro comentado y la escribiría y describiría por años y años buscándola desesperadamente. Descifré, asi, con la fe ciega del que conoce la suerte del futuro (o el futuro de la suerte), que el se daría cuenta, solo cuando hubiera terminado su obra, que en el mismo bar, una tarde del anterior verano, se había puesto de pie para hacerla suya por siempre; mas que invadido por un inexplicable sentimiento de temor, había caminado junto a su mesa, eludiendo a su propia suerte y dejándola pasar con la estúpida y egocéntrica determinación del que se cree Dios de su destino. Entonces, preso de una decepción inconmensurable, fallaría en darle vida a su obra y, atormentado por la burla del tiempo y la fatalidad, clavando el lápiz negro en su yugular, sería él quien se suicidaría.

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