La Obra Inconclusa
"Porque no es la vida mas que una obra inconclusa, que no terminamos de ver, sino hasta que ya es irremediablemente, demasiado tarde"
La mujer hablaba sin parar. Las palabras, que se amontonaban en su boca como la gente se amontona en la boca de las escaleras mecánicas de los trenes de Tokio en la hora pico, salían canalizadas de manera continua y consistente, una tras la otra, con cadencia perfecta; sin detenerse. Pero no era solo su boca la que monolgueaba en lugar de dialogar. Su dos manos, apoyadas firmemente en la mesa, se movían de abajo/arriba/arriba/abajo y de la periferia al centro donde permanecían un rato mas. Cuando estaban separadas, su mano derecha se elevaba levemente sobre la izquierda y estaba siempre lista para detener cualquier esbozo de reacción del (no)interlocutor con la seña que los policías de trafico utilizan para detener a los autos que intentan transitar. Cuando derecha e izquierda se juntaban en el medio exacto de la mesa, el dedo índice de la mano interruptora tecleaba una dos y hasta tres veces, con vehemencia obstinada, como quien insistiendo en un punto pulsa repetidamente los botones del ordenador, hasta que la pantalla devuelve la acción deseada; hasta que el otro finalmente entiende.
El hijab marrón a cuadros (rombos no cuadros, notaría luego) blancos, le cubría la circunferencia de la cara hasta por delante de las orejas, y caía delicadamente por sobre los hombros levemente cónicos cubiertos por un saco de hilo del exacto mismo marrón. El saco, dejaba sutilmente respirar a través del último botón levemente abierto, una ínfima porción de la camiseta blanca cuya mayor porción dejabase ver por debajo de los codos donde cubría los antebrazos hasta por debajo de las muñecas. Noté, por alguna razón ajena a mí, que no llevaba joyas más que una simple alianza de plata u oro blanco, en el dedo anular de aquella mano que detenía. Y tecleaba. Y parecía ser el centro de su universo. Su cara redonda de piel tersa ojos color miel siempre bien abiertos, generaba en ella ese aspecto angelical de niña quinceañera que algunas mujeres solo pierden cuando las arrugas de la experiencia, comenzando por el cuello, les inundan la cara, en todos sus resquicios, transformándolas prematura y repentinamente, en viejas.
Él, del otro lado, a través de sus anteojos cuadrados color negro mate, había visto un millar de veces durante aquella hora, la blanca palma derecha de su esposa. Y había soñado su cara naufragar por las líneas de la fortuna de su concavidad, por los ríos intensos que unían los dedos y la muñeca de su mujer y que se entrelazaban con las venas hinchadas de aquella jordana de sangre caliente. Había soñado, una y otra vez durante aquella hora, que, como en tantos años de juventud en que ella sin cesar lo acariciaba, él, rendido al encanto de sentirse protegido del mundo externo, quedabase dormido con aquellas yemas rozándole los parpados. Sacudía la cabeza de tanto en tanto, probablemente intentando abandonar el sueño despierto de la caricia. No parecía demasiado alterado. Varias veces se rascó la barba prolija a la altura del mentón y luego la mejilla derecha. Repitió el acto mecánicamente y la última vez que lo percibí noté que al completarlo carraspeaba y exhalaba levemente, de forma poco mas que imperceptible al ojo humano. Casi nunca durante aquella hora que los observé lo vi (ni escuche) hablar. Su voz, al contrario que la de la de la mujer, me fue (y me será por siempre) prácticamente extraña; casi hasta imaginaria.
La conversación, digo su contenido, me fue totalmente ajena. Lamenté, en varios pasajes, no haber aprendido árabe. Comprendí fragmentos dispersos, flotando. Palabras que como piezas de un rompecabezas del cual no hemos visto la buscada imagen final no tenemos idea que serán. Como una pieza verde puede ser pasto de un vasto campo o el uniforme de un militar recto, para mí la palabra problema podía significar que existía o que no; que era de ellos o de un tercero; que tenia solución o por el contrario que como no lo tenía dejaba de existir. Los miré en silencio, a la distancia, como un espía que intenta pasar desapercibido. Alcance palabras, sin verbos ni predicados ni estructuras que las encapsularan; tan solo palabras en su pura esencia. Sin significado global. Estuve lo mas lejos de ellos posible, disimulando, mirando desde el ángulo inferior derecho de cavidad ocular, haciéndome el distraído. Mas mi atención subconsciente debe haber sido tal que cuando me levanté ambos detuvieron el monologo y me miraron. Como los actores de teatro que desde el escenario atraviesan con sus sentidos la oscuridad del pullman, y sin ver al publico del fondo lo perciben siempre presente y le reprueban si se va antes de tiempo, ambos me miraron con reprobación, haciéndome sentir culpable por abandonar la función antes de tiempo. Decidí, entonces, súbitamente, que debía quedarme. Fui al baño, volví, me senté en el mismo lugar y con total naturalidad ordené un cortado al mozo. Debió él, preguntarse para que había pedido la cuenta y pagado 2 minutos antes si iba a volver a ordenar, porque me miro extrañado, entrecerrando los ojos e inclinando la cabeza, de la manera cómplice que se mira a un loco, cuando suelta la barbaridad de turno. Igual me trajo el café.
La función continúo por los mismos caminos: ella habló, hizo ademanes, se quejó, chilló, le lanzó miradas de fuego, pareció acusarlo una y otra vez. Él, por su parte, casi impasible, se limitó a dar respuestas concisas, calmas y aparentemente claras en el poco tiempo que la vital necesidad de respirar de la mujer, le concedía para replicar. A veces la falta de tiempo y espacio es una bendición, pensé. Nos da la posibilidad de explotar nuestra capacidad de síntesis y decir en pocas palabras, sin sobre extendernos innecesariamente, exactamente lo que queremos (o deseamos) decir. En el instante que terminaba de procesar este pensamiento (que quedaría luego en mi para siempre) y, mientras mis ojos se clavaban en el fondo blanco amarillento de la taza que me recordaba los dientes de mi abuelo, los divise poniéndose de pie en el fondo difuminado de la profundidad de campo de mi visión. Estuve a punto de dejar caer la taza en mi afán de no perderme nada crucial. Pasaron a mi lado e ignoraron mi lenta persecución visual. Mas cuando se retiraban del bar se detuvieron y, sincronizados, me miraron nuevamente con la mirada réproba, condenatoria. No comprendí. La sensación de vacío que me invadió debió haberme dado un indicio. Más no comprendí. Abandone el bar una hora y media mas tarde; compungido.
A la mañana siguiente me levanté temprano para revisar una obra de Capote que había marcado en rojo a la edad de 14, en azul a los 21 y que ahora, 7 años más tarde, con el cuarto cambio de mi cuerpo, marcaba en negro. Me sorprendí al notar como mis pensamientos sobre las ideas del gran poeta americano parecían conducirse por el contorno de un círculo, dirigiéndose por curvas ascendentes y descendentes, del derecho y del revés desde el punto de partida al de llegada, que eran el mismo. El cuerpo cambiará cada 7 años, pensé mirando a través de la ventana ínfima de aquel oscuro estudio, mas la mente no es un rio que fluya solo una vez, la mente vuelve siempre sobre sus propios pasos. Cuando llegue a una exquisita descripción sobre Mojave sentí necesidad de detenerme y hacer un recreo. Cerré a Capote y luego de esquivar las sillas desordenadas del living, tomé el diario de la puerta donde religiosamente lo habían depositado también aquella mañana. Decidí tomar café mientras sentía como la tinta negra del diario barato comenzaba a manchar mis dedos. Entré y me apreste a prepara café luego de lavarme las manos dos veces. Pasaron minutos, pocos. En la cocina, por detrás de mi cintura, la pava hervía lista para preparar el café cuando llegue a la página 21 del diario que había abierto en el mismo momento en que encendía el fuego. Comencé a leer la noticia sin interés particular alguno y estuve a punto de dejarla de lado para apagar el agua. Pero a medida que avance por las palabras estructuradas de la crónica, empecé a sentirme parte de la historia. Fue hasta el segundo párrafo donde todo comenzó a ponerse interesante y me olvide del agua que ahora chillaba casi hasta dejar sordo a mi oído desatento. Con minuciosa calidad narrativa el cronista describía como la mujer había intentado infructuosamente detener el tercer repudio de su marido (el definitivo para los islámicos) durante toda la tarde y toda la noche. Describía algunas de las palabras que habrían intercambiado, la locación del hecho y como los gritos habían despertado a las otras dos esposas y los ocho hijos con los que la pareja convivía en un palacete residencial. Alguno de ellos 10 había llamado a la policía. Y soltaba, el cronista, sin más preámbulo, como quien cuenta una historia con final anunciado, que la mujer le había pegado siete tiros en el corazón con un arma que guardaban en el tercer cajón de la mesa de noche. Luego se había disparado en la boca para morir en el instante.
Comencé nuevamente a escuchar el agudo pitido de la pava llenando la habitación de vapor como si fuera un antiguo tren que se me acercaba a gran velocidad y, volviendo en mi mismo, entendí que estaba a punto de presenciar el final de una obra que la noche anterior había dejado inconclusa. Me di vuelta a apagar el agua y cuando hube girado aquella cuarta perilla contando desde la izquierda, me decidí (contra mi voluntad) a ver el fin de lo que, horas antes, había dejado abierto. Fue así que finalmente miré la foto. Al pie del último párrafo de aquella crónica barata yacía boca abajo una mujer cuya cara no podía divisarse. Mas pude anticipar que era ella. Con escalofriante estupor, note el saco marrón de hilo tapando partes de la camiseta blanca arremangada y la hijab a rombos marrón y blanca sobre la cual se divisaba aquel dedo anular de la mano derecha, estirado. Estirado con firmeza; tratando de hacer un punto. Como lo había hecho el día anterior. Como lo debía estar haciendo ahora, en algún otro tiempo, en otro algún lugar; aun después de que hacia unas horas y en su obra anterior, la había encontrado casi hasta por su propia culpa, la mismísima muerte.
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