La señora de la muerte
“Me susurro al oído muy de cerca y me dijo: vive, vive, vive. Era la Muerte”
Jaime Sabines
Jaime Sabines
La mujer, que ahora me miraba con los ojos tan abiertos que me hizo sentir que podía navegar en ellos por noches enteras bajo el reflejo de sus blancas y dilatadas escleróticas; me dijo con tono cansino: Veo una mariposa. Como cada vez que alguien está por morir, veo una mariposa. Hizo una pausa. Como el tranvía que sabe debe cesar su marcha en algún lugar especifico para permitir el ascenso y descenso del exacto numero de pasajeros, aquella mujer, de inmensos pies renegridos, sabia que sus palabras requerían se detuviera por un lapso predeterminado para permitir digerirlas y, cuando hubo terminado de arrojarme la piedra de la muerte, hizo una pausa. Mi silencio y mi falta de reacción deben de haberle sorprendido. Hay momentos en los que no se requiere de un espejo para conocer exactamente cuál es la expresión del propio rostro, exacto reflejo del punto medio que existe entre la mente y el alma. Hay momentos en que no se requieren palabras para expresar lo que el ego está tramando en rincones oscuros de sus laberintos; es la expresión del rostro la que así ya lo ha delatado. En aquel momento de pausa sentí una prolongada y silenciosa ausencia. La muerte hecha sustantivo no me había asustado ni me había conmovido, yo la sabia presente desde hacía ya mucho tiempo, mi cara debió así decirlo. La mujer (estaba yo seguro porque su cara asi también lo delataba) desde su prefabricada parsimonia, preguntose como era que algunos hombres lograban convivir hombro a hombro con la muerte, esperándola serenos, como quien espera que se rompa un vidrio de la cocina cuando los niños juegan futbol en el patio.
Es azul y sus finas alas están decoradas por enormes puntos negros, prosiguió. Y está detenida sobre el hombro derecho de tu camisa a rayas; inmóvil, pensante, como las montañas lo están al pie de los ríos.
Las bolsas cansadas y marchitas por el paso de una gravedad que se acomoda con el correr del tiempo, el pelo corto color naranja de ruleros de peluquería de barrio y la sonrisa leve entre tímida y sabia, cual entrada a un palacio por donde han transitado los más nobles de la historia, sabiendo cuando brillar, cuando abrirse tímida y cuando mantenerse sepulturalmente cerrada, daban a la mujer un aspecto entre señorial y reposadamente siniestro. Calló y me miró nuevamente, fijo, a los ojos, como si fuera a derramar una lagrima. Antes de que ella pudiera proseguir asentí con un movimiento vertical de cabeza, uno de esos gestos que acallan al interlocutor antes de que nos cuente como termina la historia. Entendí sin necesitar que me lo dijera (otra vez su cara era para mi la expresión de su alma) que iba a morir, probablemente pronto y que no había nada que pudiera yo hacer al respecto.
Me levanté de la silla y la mujer me siguió con la mirada. Salí sin pronunciar otra palabra y fui directo a mi casa, caminando las 44 cuadras que me separaban de aquel oscuro living. No sé cuanto tarde, pero cuando comencé a volver en mi mismo, estaba entrando a la única habitación de mi pequeño apartamento, sin pantalones, con un vaso de agua en la mano. El resto de la tarde estuve tirado en la cama. Sentí que el único esfuerzo que podía hacer era pensar en cómo no esforzarme para intentar cambiar mi inevitable destino. Había aceptado la muerte como parte de la vida hacía ya tiempo, pero se me volvía extremadamente duro saberla presente, sentirla rondando con repetitiva insistencia, como el zumbido simétrico de las moscas que se adentran en nuestro cuarto a la noche y no nos dejan dormir. Intente matar a la mosca dos veces, mas no pude. Repasé mi vida al ritmo que repasaba cada uno de los puntos blancos del techo pintados con brocha de mano, movimientos circulares y mucha paciencia. Los conté 4 veces. La ultima vez, cuando más lejos llegue, fue a cuatro mil quinientos treinta y ocho; estaba revisando mi adolescencia cuando me rendí. Decidí entonces caminar por las calles.
El camino desde Oroño hasta Buenos Aires (adonde creí que iba) se me hizo pesado. Las magras veredas de baldosas a rayas verticales de calle Urquiza no hacían un gran favor a mi perspectiva. Todo se veía estrecho. Debí haber caminado hacia el rio, pensé. Cuando llegue a Dorrego, hastiado de las veredas angostas decidí doblar y caminar por los adoquines de la calle que le daban a mis pies una sensación incomoda, de vitalidad. En la esquina de calle Salta me detuve a contemplar el espectáculo cotidiano que podría haber ocurrido millones de veces ante mis ojos pero que solo recién pude ver aquel día. El verdulero, vestido de una especie de delantal blanco sobre los jeans recortados y la remera incolora, reía con potente verborragia mientras se quitaba el lápiz de la oreja derecha y anotaba el pedido de la anciana. La risa atravesaba en diagonal y disminuyendo la velocidad de todos los movimientos se metía en mi cabeza donde se tornaba aun más lenta. Yo desde mi punto de vista (o quizás desde algún punto sobre mi hombro derecho), veía la ochava pintada completamente de un rojo furioso, contrastar con los verdes de los pepinos, los naranjas de las mandarinas y los amarillos de las bananas y sentía la escena disminuir su cadencia hasta el punto inmediatamente posterior a la pausa. El hombre hablaba, reía, devolvía el lápiz, metía cosas en una bolsa y la extendía a la anciana que introduciendo su mano derecha en el bolsillo correspondiente de su vestido azul eléctrico le alcanzaba un puñado de billetes, arrugados, hechos un bollo. La encompasada música, que era de Joaquin Rodrigo, se esfumo cuando un motociclista apurado reventó la bocina aguda de su vehículo y me devolvió a la realidad donde ya no existía el anacronismo de mi escena. Cuantos momentos maravillosamente ínfimos que constituye esta vida, pensé con la inevitable melancolía del que sabe que perdió (o perderá) algo; con la inútil nostalgia del que solo puede ver las cosas buenas de un pasado en realidad lleno de vasos medios vacios.
Cuando giré a la izquierda, y levante la vista en dirección a la vereda opuesta, vi, sin más preámbulos, la mariposa azul posándose sobre la mano de una mujer de unos 35 años, cara risueña boca grande tez oscura. La mujer no pareció inmutarse, ni hacer ningún movimiento para liberarse del insecto. Tardé demasiado en reaccionar, lo sé, y por siempre he de reprochármelo. No me di cuenta aunque debí hacerlo, de lo que estaba por pasar. La mujer puso su pie derecho en la calle y luego el izquierdo con armonía. La música era de Beethoven. Lo vi todo, otra vez, en cámara lenta; como la escena de la verdulería. El auto azul doblando a demasiada velocidad, la perdida de grip sobre los adoquines que no ayudaban, la rueda derecha despegándose levemente de la línea de contacto y el chillido de las gomas tratando de frenar confundiéndose con el chillido de la mujer tratando de despegar. El chillido también lo vi. Aunque en realidad lo oí, también lo vi. Y vi el trompo (que dejo al conductor del Ford mirándome con los ojos cerrados y la mandíbula apretada) detenerse un segundo demasiado tarde. Y vi, si vi, con grafico espanto, cuando la puerta derecha (maldita puerta derecha que se deformaría en un milisegundo) golpeó el lado izquierdo de la mujer y la arrojó hacia la eternidad de su vida siguiente. Cierto es que no la vi impactar contra el asfalto, que no pude soportar (aquella vez) ver la muerte en vivo y en directo, que escudándome en el temor que nos invade cuando vemos que algo fatal le pasa a otro, atiné a cubrirme la cara con mi antebrazo. Y evité, asi, ver la siempre anacrónica circunstancia en que la señora se hacía presente, adueñándose de un cuerpo y liberando un alma. Fui un cobarde, por primera vez, y me eché a correr.
Doblé a toda velocidad y sin pensarlo (ni creerlo) me dirigí hacia la casa de ladrillos rojos de la zona sur a buscarla, a buscar una respuesta, que no sabía si iba a encontrar. Cuando mi corazón se hubo agitado como los arboles recién plantados se agitan con los vientos de verano, creí que definitivamente iba, en cumplimiento de la premonición, a morir. Mas olvidándome precipitadamente de la premonición que me había perseguido hacia ya eternas 3 horas y seis minutos, seguí corriendo lo mas rápido que pude. Arribé a la puerta casi sin energía para golpearla. No reparé en el extraño hecho de que estaba sin llave y me introduje de un paso en el mismo living donde había estado unas horas atrás. Como un tablero de ajedrez que espera a sus jugadores, con paciencia, todo permanecía en su exacto lugar, incluso la mujer. Pude ver, a través de la oscuridad que generaba a mis ojos la encandilante luz que entraba desde la ventana de la cocina, que la mujer jadeaba con muchísima dificultad y que su suspirar no hubiera siquiera empañado un vidrio en pleno invierno. Me resistí a creer lo que se me cruzó por la cabeza. Necesitaba que alguien me lo confirmara. Fue entonces que la mujer me llamo levantando su dedo con dificultad. Creo recordar que atino a decirme que me estaba esperando. Y cuando me acercaba a poner mi oído casi contra su boca, volviéndose todo una vez mas en cámara lenta, la vi posandose sobre el regazo de la pollera gris a rayas. Azul, gigantes puntos negros. Entonces me di cuenta de todo. La mujer exhalo una última bocanada. La mariposa que aquella tarde ella habia visto en mi hombro le avisaba que se acercaba su final y no el mio. Un frio recorrió mi cuerpo desde la punta de mi nariz hasta la cavidad posterior de mis rodillas. El momento comenzó a ganar en velocidad y cadencia y el latido de mi corazón retumbo hasta la parte inferior de mi nuca.
Cerré los ojos y atine a comprender mi destino. No vería yo mi muerte, al menos no hoy, al menos no en esta casa. Los latidos disminuyeron en velocidad. Cuando fuera mucho más viejo que ahora, quizás la vería sobre el hombro derecho de la camisa a rayas de algún alguien que yo eligiera para regalarle la maldición que la mujer acababa de regalarme a mi. Comenzaba a respirar con cadencia menos violenta, me sentía, inexplicablemente, un poco más tranquilo.
Sentándome a su lado acomodé su cabeza y cerré sus parpados. Respiré hondo aunque pude no sentir demasiado oxigeno llegando a mis pulmones. Pensé que el día llegaría en que mi mariposa se hiciera presente y yo dejara de ver tanta vida invadir el mundo a través de las risas y los colores de hombres y mujeres que la disfrutaban tan inconscientemente. Exhalé más de lo que había aspirado, y asumí que la noche llegaría en que mi mariposa cesara de evadirme y yo dejara de ver tanta muerte a través de las alas azules con puntos negros de otras mariposas, posándose sobre tantos inocentes. Hasta entonces, hasta ese día, hasta que viniera a buscarme, la música seria Claro de Luna o Concierto de Aranjuez y, el tiempo, anacrónico, de este sillón en el que ahora me encontraba sentado, de esta vida en la que ahora me encontraba atrapado, transcurriría para mi regocijo y mi desgracia, en una parsimoniosa y deleitante, templada y tormentosa indescriptible cámara lenta.
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