domingo, 27 de marzo de 2011

El Otro, Otro


El Otro Otro. 

 “Lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador
                                                                    Jorge Luis Borges

El hecho ocurrió, efectivamente en febrero de 1969. Estaba yo en Boston disertando en bares sobre la importancia de la contrarrevolución comunista desde la más clandestina de las presencias para no llamar la atención. No lo escribí, yo tampoco, inmediatamente, porque quede atónito al presenciarlo. Tampoco lo hice años mas tarde para no desacreditar la memoria de aquel hombre viejo que se había decidido a relatarlo y lo había hecho con tanta brillantez. Hoy, cuando el paso del tiempo ha deformado mi memoria hasta convertirla en una pesadilla traslucida, una de esas en la que los personajes aparecen y desaparecen sin demasiado sentido, y, estando sus protagonistas ya muertos, me animo a contarlo tal como lo hubiera hecho el día que la pesadilla termino, mas de cinco años después de aquel Febrero del 69. Habiendo a mi edad, ya perdido el miedo de tergiversar una realidad que ni siquiera en aquel tiempo estuve seguro haya sido tal como la percibí, hare de mi versión de la historia la que perdurara (desde hoy en su versión real) a través de estas palabras, para siempre.  Yo si estoy seguro de que aun después de más de cuarenta años, el relato conmoverá a terceros.

Aquella tarde pedalee por el frio de Nueva Inglaterra con los dedos de los pies entumecidos. Lo hice sin razón ni dirección alguna, solo por pedalear, solo por sentir la vida a través del movimiento propio más que del movimiento de los demás. Cuando noté que el reloj de la catedral de Copley Square daba las tres y cuarenta y cinco con doce segundos, recordé la cita a la que me había comprometido y gire mi bicicleta en u, llevando el manubrio hasta el tope de su radio, hacia la izquierda. Aunque no fuera el camino más cómodo para alcanzar mi meta, decidí cruzar hacia Cambridge por Longfellow Bridge y doblar por Commercial Avennue hacia Rogers St. donde aquel desconocido me esperaría a las 4 en punto. Recordé que discutiríamos “los pormenores de una disertación de La religión natural de Rosseau” mientras el Rio Charles, flotando sobre si mismo, comenzaba a asomar en mi horizonte. El tramo del puente se me hizo más largo que de costumbre tratando de calcular, en relación cuadras por minuto a una velocidad constante, si me convenía doblar en 1st Street o dejar que la curva del camino me depositara en mi destino final. Conocía los rincones de Cambridge como pocos. Cada metro cubico de aire que ocupaba su espacio había sido atravesado primero por la rueda delantera de mi Monark color lacre y luego por mis manos abrazadas al manubrio de helado acero inoxidable. 

Al ver que asomaba Charles Park, comencé a generar mayor peso sobre mi dos ruedas poniéndome de pie sobre el pedal derecho y presionando el manillar izquierdo. Me balancee de un lado hacia el otro, cambiando los puntos de presión y así imprimí cada vez mayor velocidad. La helada atmosfera que invadía Cambridge hizo que no se necesitara de una ráfaga de viento para sentir que mi nariz y mis orejas, iban, fehacientemente, a desprenderse de mi cuerpo, como hojas de un árbol en otoño. Solté la mano derecha del manubrio e intente ajustar mi gorro de lana que se había subido levemente sobre una de mis orejas. Por alguna extraña razón, mi pie derecho perdió coordinación y se resbalo del pedal, que hoy, mucho tiempo más tarde, creo estaba empapado de rocio o hielo derretido. Intente esquivar el pozo que divisé por encima de mis parpados con la bicicleta casi fuera de control. E inevitablemente perdí el control. Todo ocurrió en un segundo. Cuando me puse de pie, el entumecimiento de los pies se me había olvidado y no recordaba ya que la nariz y las orejas me dolían por el frio. En su lugar, en el lugar de aquel leve dolor, una helada sensación invadía la parte derecha de mi cara y la posterior de mi mano. Me toque ambos lugares y note que me había raspado, casi hasta los huesos. Fue entonces que vi al hombre. 

<<Oiga, mister>>, le dije en el mas precario ingles que jamás me había escuchado pronunciar; <<Mister, necesito ayuda>>. El hombre, ajeno no atino jamás a contestarme. Me acerque algunos pasos arrastrando la Monark con dificultad y note que el hombre, un viejo de unos setenta contextura delgada saco marron anteojos oscuros, comenzaba su conversación con otro hombre mucho más joven; casi un niño. Los hombres se elevaban levemente la voz el uno al otro, hasta parecía que discutían. Me acerqué aun mas creyendo que no me escuchaban pero cuando estuve lo suficientemente cerca para escuchar yo sus voces, me di cuenta que no querían escucharme. Me sorprendió que hablaran en un español limpio, que parecía casi hasta porteño.

El viejo le preguntaba al joven si vivía en frente de una iglesia rusa y el joven respondía que sí. Mi fastidio por su desidia en ayudarme desapareció cuando la conversación, que ahora escuchaba yo con atención, comenzó a tornarse interesante. El viejo que ya no alzaba la voz, decía muy naturalmente: <<en tal caso usted se llama Jorge Luis Borges. Yo también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge>>.  <<No, Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano>>. Contestaba el otro. Yo había leído algo del maestro del cuento fantástico, pero en aquel momento lo tome por cualquier otro mortal. No me dispuse a pensar que algo fabuloso podía estar ocurriendo.

Me toqué la pierna que también me dolía y pensé que el dolor era tan real que no podía yo estar soñando. Esta situación es demasiado inverosímil, casi hasta ridícula; retomé el pensamiento, mientras el frio duplicaba el ardor de una de las heridas en mi cara. Amagué a tocarme el parpado que sentía caliente como una brasa, pero la tribulación en mi mente hizo olvidarme a mitad camino de mi mano hacia mi cara y devolver los dedos al calor de mi bolsillo. Todas mis energías estaban puestas, ahora, en dilucidar el dilema. Si el viejo cree que es el joven y el joven cree que es el viejo y si los dos creen ser el mismo pero en distintos lugares; o alguno se equivoca porque esta loco, o los dos han perdido ya toda razón, o yo me he golpeado la cabeza demasiado fuerte en la caida. Lo curioso es que se parecen bastante, dije en voz baja, inintencionadamente, sin poder contenerme, como cuando se nos escapa un insulto en la mesa ajena o en el trabajo. Caminé seis o siete pasos más hacia adelante dejando la Monark de lado y me detuve lo suficientemente lejos como para no llamar la atención  de los colifas, aunque ellos no parecieran percibirme en lo mas mínimo. 

Hablaron sobre un mate de plata, sobre una versión extraña (para mi) de Don Quijote de la Mancha y sobre un escritor que creo recordar se llamaba Defour y que yo, hasta aquel dia, jamás había sentido nombrar. El viejo, desde la parsimonia que le regalaba la certeza de la vida cíclica, le contó pormenores sobre su vida, su habitación, sus libros y hasta sus gustos sexuales. Le describió con espantosa precisión lo que había dicho su abuela al morir y hasta como había muerto su padre. Divagó sobre hechos históricos recorriendo a Hitler y defenestrando a la república Peronista. Y le habló de literatura. Mucho le habló de literatura. Desde Dostoivski hasta Ruben Dario y Verlaine, todo en el afán de convencer a su alter ego de que era él, él mismo, muchos años mas tarde. Mas el joven jamás estuvo convencido. Con la agudeza que provee la falta de experiencia y la ausencia de prudencia, desafío la mente de quien se le presentaba como su versión vieja. Le esgrimió, con gran atino, pensé entonces, que si era el quien se soñaba viejo, era natural que supiera todo sobre si mismo y que se hablara sobre los escritores que le quitaban el sueño. Yo, que seguía cada acto estupefacto, no sentía ya el ardor en la cara, ni el dolor en la pierna. Estaba metido en una obra de ficción y no quería perder detalle. 

El viejo jamás contestó el desafío del joven. Jamás encontró respuesta a como podía ser posible que el joven hubiera olvidado un encuentro consigo mismo. No es cierto lo de la fecha en el billete. No son ciertos todos los argumentos que el viejo contó, uso para convencer al joven de que todo era no un sueño. Lo que si es cierto es que, con cara de terror, el Borges arrugado alegó que a su edad había perdido un poco la sagacidad y la memoria; que dijo  (él y no el otro) que todo era un milagro y que lo milagroso daba miedo. Y es cierto que pidióle ayuda para levantarse y dijo que vendrían a buscarlo. Lo que ocurrió inmediatamente después de que el joven le soltara la mano y despiendose rotara sobre si mismo para emprender su partida en dirección contraria es lo que, hasta aquí, me previno de abrir la boca. No quise creerlo y me eché a correr con la bicicleta en la mano. Jamás llegué a aquel bar y fue ese el ultimo día que pasé en Nueva Inglaterra. Soñé con el hecho miles de noches sin atreverme a compartirlo, hasta el párrafo siguiente.

Cinco años más tarde estaba yo sentado comiendo una tortita de jamón y queso, en un banco de plaza España, cuando me sorprendió un joven sentado a mi lado, con un libro pequeño  de tapas duras, que en el frente llevaba el nombre de quien ya era un tan famoso escritor. El agua descendiendo de la fuente de aquella plaza de increíbles mosaicos multicolores me recordó a Heraclito, y al paso del tiempo. Perón acababa de morir y me acorde de aquella comparación del viejo entre la Republica Peronista y la de Rosas. Entonces, se me apareció aquella tarde de Cambridge. Otra vez en la mente. Hasta hacia seis meses, preso de un insomnio y una obsesión rayanamente insoportables, había leído toda la obra del autor del Aleph; me había internado en bibliotecas nacionales y provinciales, rompiendo mi espalda en bancos de madera sin respaldo y destruyendo mi visión hasta el borde de las cataratas. Todo en la infructuosa búsqueda de una mínima referencia, de una metáfora compleja, de un detalle escondido entre un punto y una coma, un algo ínfimo que refiriera a aquel encuentro de Borges consigo mismo. Cuando el joven me contestó que leía un cuento que se llamaba ”El Otro” le arranqué el libro de la mano con violencia. Creo que me miro sorprendido aunque no alcancé a reparar demasiado en su expresión. Me sumergí en el áspero papel de la pagina amarillenta de aquel libro recién comprado. Yo estaba recostado en un banco, frente al río Charles; leí con estupor. Más de una arteria de mi corazón debe haber estallado porque sentí el ruido de un globo explotar, dentro de mi pecho. El hombre está destinado a la cárcel. De algún modo u otro todos somos prisioneros de algo, pero este hombre, viejo como está, terminará en una cárcel de máxima seguridad o en un manicomio, pensé mientras recorría cada uno de los párrafos que describían aquel encuentro de Jorge consigo mismo.

Realmente me habían obviado. Yo no aparecía  ni en una palabra. Todos los párrafos eran la más verosímil reproducción de una imagen que jamás haya visto. Este tipo es un genio, me repetí en voz alta mientras el dueño del libro me jalaba de la manga de la camisa. Todos los párrafos perfectos, todos minuciosamente perfectos, todos describiendo aquella conversación que ahora volvía a mi mente como vuelven esporádicamente los recuerdos felices de la infancia. Todos. Menos el último. Menos la parte donde Borges obvió lo más importante. La parte que ocurrió inmediatamente después de que el joven preguntase si al viejo vendrían a buscarlo. La que hizo echarme a correr.

El Borges viejo bien sabía que no se habían soñado y es cierto que de ello se convenció aún mas a lo largo de la conversación. Lo que no es cierto es que para comprobarlo le haya extendido al joven un billete con la fecha de 1969. Tampoco es cierto que el joven le haya dado veinte dracmas. El Borges viejo sabia. a aquella altura de su vida, que existían muchas líneas de tiempo. Sabía que el tiempo cíclico requería más de una existencia simultánea y sabía muy bien lo que debía hacer en el caso de que dos seres idénticos se encontraran en un punto dado aunque en dos coordenadas diferentes de espacio y tiempo. Por eso despidió al joven como si nada. Por eso espero a que se diera vuelta. Por eso lo golpeó con el bastón en la nuca y por eso lo arrastró hasta el rio con lo último de sus fuerzas. Por eso habló en código de Heráclito y por eso siendo viejo no recordó jamás el encuentro con un yo suyo joven que había muerto. Por eso, para ocultar el crimen justificado del otro que jamás seria, invento el inverosímil y contradictorio final, de la fecha en el billete.





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