domingo, 27 de febrero de 2011

Tendrá tus ojos



Tendrá tus ojos.

Seoul, 24 de Febrero. Levantó la mirada más allá de la línea del horizonte y se preguntó por qué. Por vez numero 443 aquella tarde prematura de invierno matutino se preguntó por qué. Ayer, ayer mismo (aunque en realidad habían pasado ya trece meses), ella le preguntaba si le pondría una o tres de azúcar al té de (casi) media noche y él que, sabiendo que la pregunta incluía el desafío implícito que consumiera menos azúcar y la potencialidad de otra pelea estúpidale, le había sonreído de manera cómplice y le habia dicho una, con el dedo indice. Ayer mismo (aunque habían pasado 22 meses), casi exactamente en el mismo lugar del sillón donde meses más tarde le preguntaría por el té y el azúcar, ella misma le susurraba al oído que nunca nada los separaría. Nunca había dicho. Ayer, sí,  ayer mismo (porque el tiempo se había detenido en el día que ella se había marchado con una maleta -y dejado otra igual de grande atrás) esperándolo en la puerta con todo empacado, le había dicho, con un preámbulo tan innecesario como dañino, que debía decirle algo y había abierto un agujero en su universo, un agujero con forma de espiral, descendente. Descendente e infinita.  Infinita como nunca. Nunca había dicho.

Agachando nuevamente la cabeza y dejando a su percepción visual pasar bajo la línea de su horizonte, desvíose hacia un costado, enfoco en sus zapatos inexistentes porque estaba descalzo y se  levanto de la silla. Creyó que le había llevado un mes y catorce días llegar del living a la cocina, aunque en realidad le había llevado tan solo 31 segundos.  Pero el tiempo, no el del reloj sino el real, había desaparecido la tarde que ella había armado aquella maleta. Todavía era ayer, todavía era nunca.  Cuando sus pies pesados de depresión, que como barriles gigantes se habían arrastrado desde la silla cesaron su marcha, se detuvo a contemplar una mancha en la tercer baldosa blanca oscura contando desde la pared antes de abrir la heladera. Notó que no había limpiado y se acordó de su obsesión por la limpieza. En su mente rebotaron las palabras: nítido, impecable, prolijo, puro, meticuloso. Todas palabras del diccionario y aun así todas palabras de nadie más que de ella. Hasta ayer la casa había estado tan prolija, tan limpia y tan inmaculada que no entendió de donde había salido la mancha. Mas, como quien preocupándose por un perro callejero le da vuelta la mirada y lo olvida 13 segundos despues de sentir una inmensa pena, la abandono rapidamente.  Antes de sacar agua del freezer sintió un repulsivo deseo de vomitar todo. El agua estaba fría y le revolvió el estomago vació justo antes de que se sentase en la silla. Nunca, nunca, nunca, nunca. La palabra nunca no borrabase de su mente, de la punta de su lengua. 

Tomó una pluma y comenzó a escribir.  Al seguir sintiendo la repulsión del agua fría en el estomago vacio creyó que vomitaría mil palabras, sin sentido. No vomito pero casi. Todo estaba en la punta de su lengua, y asi estaba. Asi estaba el hombre, gris en una tarde copiosa de invierno en que las ventanas sufrían externamente la voracidad de las primeras heladas y gozaban internamente la semi-calidez de una casa que se nutria solo del calor del gas. De una casa de muchas paredes que exhalaban ausencias; una casa minimalista, blanca, indiferente, no tan prolija como antes; una casa fría, como el invierno, como el agua de la heladera, como las ganas de vomitar. Asi estaba y no vomitaba.

Revisó sus manos que estaban resecas y comenzó a comerse la uña del dedo índice de la mano izquierda. Sin saber ya qué mas hacer, ni que pensar, ni que decir, se encontró como atrapado en una nube que amagaba con desatar una tormenta feroz pero que nunca terminaba  de soltar su primer gota. Adentro hacia demasiado frio como para que lloviera. Tieso, inutil y desinteresado no lograba asumir que estaba, a cada minuto, probando su orgullo y el ajeno, que la tormenta debía desplegar su furia para que el sol volviera a salir, para que los prados volvieran a ser verdes y las paredes volviesen a ser cálidas. Se sabia quieto y no quería (o no podía, pensaba el) moverse. Sin tiempo y con todo el tiempo del mundo, agotado pero en la línea de partida; buscando amor, es cierto, pero evadiéndose a cada momento del mismo, porque el amor era el ayer y el ayer no debía buscarlo. Porque el ayer ya estaba ahí, porque el ayer era hoy; y nunca. Nunca había dicho.

Escupió la uña y la vio volar hacia alguna nada irrelevante; hacia el montón de uñas que había escupido toda la tarde y que se enmarañaban laberínticamente las unas con las otras, sin distinción de cual había venido de que dedo.  Así voy, pensó ahora casi en voz alta y escuchó el eco de su susurrar como una repetición interminable que rebotaba en cada uno de los ambientes de su no-hogar. Así como me escribo, volando como una uña hacia un montón en el que se transformara en algo más, en algo menos. Creyó fehacientemente ver todo más claro, y prosiguió pensando. Tan solo hacia adelante, por inercia, hacia adelante; asi voy. Calló el susurro y continuo pensándose. En el laberinto de mis propios ojos reflejados en espejos contrapuestos, claro. Espejos infinitos, perdidos en el espacio que entre ellos existe, eso es. Se entusiasmo. Suelto de cuerpo pero atrapado de mente; como lanzado en una corrida de toros con los pies y manos desatados pero con los oídos y los ojos cubiertos. Así voy, ahora me doy cuenta: ciego y sordo aunque no mudo; hacia adelante. Perdió el entusiasmo y se sintió ciego y sordo realmente. Había hecho demasiado esfuerzo. Cerró los ojos y creyó por un instante que iba a quedarse dormido. Afuera nevaba.  Aunque él no lo viera ni escuchara sabia que afuera nevaba. Definido por la finitud y la efimeridad de su preocupado sentimiento ignoto, comenzó a despedirse de sí mismo y a resignarse a la ajenidad de no estar en su cuerpo, de perder su alma y de dejar de creer en el amor, en el sueño de la felicidad y en el resplandor de aquella imaginaria sonrisa. Tuvo la ilusión de que finalmente iba a lograr quedarse dormido, mas no pudo.

Cuando abrió los ojos por última vez sintió el frio del invierno internándose a través de sus pestañas y penetrándole las pupilas. Y al terminar de pestañar, con la naturalidad del que repite un acto mecánico que ha realizado en miles de ocasiones anteriores, estiró su mano izquierda por encima de su cabeza y sin más preámbulos se clavó tres puñaladas certeras en el pecho. Una vez que la sangre comenzó a brotar más de su boca que de su pecho se reposó con la nariz aplastándose contra la madera suave de la pequeña mesa. Se dijo nunca una vez más.  Y por vez numero 444 se pregunto también de nuevo ¿Por qué? Entonces se sintió listo para marcharse.  Dejó reposar el puñal y la pluma sobre la mesa y viendo los dos ojos negro profundo acercarse súbitamente entre gritos de desesperación, albergó la ilusión de que ella hubiera vuelto a buscarlo en el preciso instante en que exhalaba el ultimo calor de su cuerpo. No le quedaron fuerzas para saber si estaba siendo arrastrado en la realidad o en alguna otra esfera, pero pudo ver el par de ojos negro profundo una vez más y creyó esbozar una última sonrisa. Dejose, entonces, morir. En la mano derecha, apretado con las mínimas fuerzas que le quedaban se llevó consigo un papel, hecho un bollo, con las ultimas 85 líneas que habían brotado de su corazón marchito en azul tinta, las que acababa de terminar con la diestra antes de tomar el puñal con la siniestra y que comenzaban diciendo: "Seoul, 24 de Febero. Levante la mirada mas allá de la línea del horizonte y me pregunte porque...".

domingo, 20 de febrero de 2011

Buenos Aires, 7:10



Buenos Aries, 7:10

El sonido del despertador había cambiado. La mañana, como tantas otras parecía comenzar perezosamente lenta y el intentaba despegar su oreja derecha de una almohada a la vez que cubría su oreja izquierda con la otra, pero el sonido del despertador había cambiado. Maldijo; como cada día maldijo en el único idioma que conocía ylareputamadrequemepario, dijo con la voz impotente del que quiere ser enérgicamente violento pero no le dan las fuerzas. Como pensó que le sobraba el tiempo decidió quedarse unos minutos más en la cama pero al no poder recobrar el sueño emprendió su retirada del mundo paralelo que habitaba bajo sus sabanas y comenzó un nuevo despertar. Las amarillentas paredes laterales de la habitación infiltrada por la luz del abrazador sol de verano porteño colándose por las ínfimas hendijas de la persiana mal cerrada le daban sensación de obra de arte no terminada. Creyó que una de las manchas, a media altura de la pared derecha, parecía un elefante asiático estirando su trompa hacia el este pero cuando logro abrir bien el ojo derecho (el de Ra), se dio cuenta que la mancha solo tenía la forma de un circulo que sangraba por uno de sus costados. Ylareputamadrequemepario repitió ahora con un poco mas de énfasis en la voz y de satisfacción en la boca. La puerta que daba al pequeño living decorado con una mesa para dos, sillas plegables, un catre que emulaba un sillón, decenas de obras de arte en cada una de las cuatro paredes y un televisor que por dimensión y antigüedad hubiera pasado por pintoresco en algún departamento paquete de la Recoleta (pero que aquí daba sensación de bohemia pobreza), estaba abierta. La atravesó semidesnudo y fue al baño. Cuando hubose lavado la cara y recobrado el habla se sintió urgido de abandonar el lugar y con una pesadez inusual para esta altura del ritual matutino se vistió de oficina y salió. Al ingresar al palier del Segundo piso de Avenida de Mayo 538 creyó que la luz y el aire le penetraban las entrañas al punto que sintió (por primera vez aquella mañana) una fuerte puntada debajo de la costilla flotante derecha. Sorprendentemente no se sorprendió de que el antiguo ascensor de puertas tijera estuviera en su piso y sin siquiera poder adquirir conciencia, ni mirarse al espejo como hacía cada mañana, se encontró en la calle. Buenos Aires aun dormía.

Le sorprendió que la ciudad no estuviera tan atormentada como otras mañanas de taxistas y peatones y motos y puestos de diarios abiertos de par en par con una oferta grafica que le parecía obscena tanto por cantidad como por calidad.  Cuando bajo por Chacabuco comenzó a extrañarle aun más la ausencia de gente en las calles. Rotó sobre si mismo buscando, con un jadeo agitado, el olor de las masas de gentes que transpiran en su apuro por llegar vaya uno a saber donde por las mañanas. La soledad de la última vuelta que dio sobre sí mismo, como una calesita fuera de control, comenzaba a preocuparle de manera patológica hasta que la familiaridad de un hombre que rozo su codo izquierdo y apresuro el andar al pasar a su lado de la mano de un niño vestido de uniforme pantalón gris camisa blanca corbata roja escocesa, lo sacó del letargo y le hizo creer que estaba pensando estupideces. En la esquina de Chacabuco y Necochea casi lo atropella un Ford azul que cruzaba la bocacalle a toda velocidad transpirando el poder de la música a través de los vidrios polarizados cerrados. “El Cielo puede esperar” pensó, al tiempo que intentaba encontrar las palabras que, perdidas en algún rincón oscuro de su psiquis, se correspondían con la melodía ahora adjunta a su mente. Se acordó de aquel spot de Renault Clio que lo había cautivado de chico y que lo había llevado a ser creativo publicitario, a invertir el cien por cien de su tiempo en intentar crear algo que perdurara. Se acordó del delantal blanco del gordito, de la escoba y del movimiento que con ridícula gracia cautivaba mientras aquel Clio MTV pasaba por aquel inhóspito paraje con cinco rockeros a bordo que llevaban la música a todo volumen. Sonrió para justificarse a si mismo cuanto odiaba el día a día de lo que hacía, para convencerse de que sentado en aquella silla con vista a la parte de atrás del cubículo de quien se sentaba adelante de él, alguna vez iba a encontrar un producto en su imaginación que se asimilara al gordito de Clio.

Le quedaban todavía cinco cuadras para llegar a su oficina pero desde que la canción se había despegado de su mente el malestar y los dolores abdominales habían comenzado a acrecentarse y el sol que más temprano había entrado por la ventana y luego le había golpeado las entrañas en el palier, se hacía ahora más tenue y menos cálido. Vio acercarse a un edificio cuya puerta se custodiaba a los lados con dos columnas dóricas y notó que nunca antes lo había notado. Pasó la mano por la primer columna y la sintió suave como si fuera de mármol aunque fuera, en realidad, de alguna piedra caliza. Entre las columnas y en el escalón del medio de los tres que precedían a la gran puerta, una niña de unos 6 años, de espaldas a la calle, le pedía a su madre que se apurase a cerrar el ascensor sino llegarían tarde a la función de ballet. No le extraño que hubiera función de ballet por la mañana. Le pareció que la madre de la niña era de una belleza inusitada pero no pudo percibirla del todo bien porque un rayo de luz radiante atravesando aquel vestíbulo se interpuso entre ambos. Sintió una nueva puntada en el vientre, esta vez con mucho mas fuerzas, y creyó que iba a vomitar el hígado entero y de una sola pieza. Se detuvo; y en una de esas decisiones que se toman sin pensar y se lamentan para toda la vida, comenzó a volver.

Caminó un par de pasos con mayor pesadez que nunca. Ahora el malestar era completo. Supo que el camino de vuelta no iba a recordarlo cuando tratando de reconstruirlo, al modo de quien ve en una película rebobinándola en 2x, solo pudo ver las acciones de la ida a la inversa. La misma niña, la misma mujer, la misma columna, el auto, la esquina, el hombre que le golpeo el codo, el aire y el sol, Buenos Aires vacía, el ascensor, la puerta de la habitación, la luz filtrándose, oirapemeuqerdamatuperaly, una almohada, la otra almohada y el extraño sonido del despertador; que no había sido el sonido del despertador. Cuando abrió los ojos y pudo oler el olor a pólvora comprendió todo. El ruido que lo había despertado era el disparo de un arma silenciosa que en el final de la noche lo había asaltado; el hombre no era ‘un hombre’ sino su padre y el uniforme era el que su madre aun tenia colgado en un placar 22 años después de su primer día de escuela primaria. La esquina de su casa, su primer auto sonando a Ataque 77, las columnas del Partenón donde se había enamorado de aquella mujer que irradiaba luz y el sueño incumplido de tener una hija y de ser creativo publicitario. El poco oxigeno que irrigaba su mente le permitió esbozar una sonrisa tímida de complicidad consigo mismo  ante la verificación de la leyenda: antes de morir todo el universo, toda su vida (pasada y futura) se había cruzado ante sus ojos. Se tocó debajo de la costilla flotante derecha y sacó la mano caliente empapada en sangre. Jamás había despegado la mejilla derecha de la almohada. Logró ver que el reloj de noche posado sobre una versión de tapas duras de la biblia marcaba 7:10 y comprendió, Marcos, al fin, casi con el último suspiro, que se estaba muriendo.

lunes, 14 de febrero de 2011

Boston, ruido, amor y furia

Boston, ruido, amor y furia

Me esperaba sentada en el la cima de la escalera de cinco escalones que precedía a aquella puerta verde despintada que daba a nuestra casa un aspecto tan vintage y que nos había llevado a elegirla por sobre tantas otras casas similarmente victorianas, cuando la habíamos alquilado un invierno atrás. Su gorro de lana verde intenso nada tenía que ver con la campera roja de alguna extraña gamuza que habíamos comprado en una tienda de callejón en Jaipur  mientras visitábamos el Triangulo Dorado de la India. Hacia ya casi dos años que nos habíamos mudado a Boston, cuando en un acto que mezclaba justicia y suerte, y ante mi cuarta aplicación, la Universidad de Harvard había finalmente decidido becarme para estudiar ciencias políticas. Bryant Back Bay, a pocas cuadras de los Jardines Botánicos, se había convertido hacía más de 20 años uno de los lugares más hip de Boston Central y, a pesar de la limitada incomodidad que su ubicación representaba frente al campus de Cambridge (donde yo debía concurrir cada mañana antes de las 8), lo habíamos elegido sin dudarlo porque nos daba acceso al corazón de una ciudad que, a este lado del Charles, considerábamos entre las más interesantes del mundo. El brillo de el pelo largo lacio que aparecía con fuerza desde el interior de aquel gorro, hacia que resaltara el color de la lana y la simple calidez de su rostro y era un hecho que yo siempre había apreciado como de una belleza difícil de alcanzar, aunque nunca se lo había dicho. Ella estaba con la cabeza gacha, concentrada en algo (o triste por algo pensé en aquel momento) por lo que no sintió que me acercaba. Tuve la chance de contemplarla un segundo mas y como tantas otras veces supe en lo profundo de mi alma que había encontrado a la persona que quería me acompañara para siempre. No era su belleza (que era extrema), ni su inteligencia o capacidad artística (que eran excelsas), sino ese aura de algunas personas que no se puede explicar más que como una vibración imperceptible que emana de la voz, de los movimientos y de la cadencia de aquellos que llevan consigo algo imposible de distinguir a simple a vista pero que golpea luego de conocerlos en profundidad.

Levantó la vista y me recibió con una sonrisa profunda, blanca y pareja. "Se te hizo tarde", me dijo con su incapacidad de enojarse por mi falta de puntualidad, comprendiendo que no llegaba tarde a ella por elección, entendiendo que si por mi hubiera sido hubiera estado sentado allí toda la tarde. "Vení, mira lo que encontré hoy por la calle", me dijo y se corrió levemente hacia la derecha, como quien simula generar un espacio para que el otro se siente, mas allá de que a su izquierda haya habido suficiente lugar para que se sentaran por lo menos dos personas. Até mi bicicleta y me afloje el nudo de la corbata antes de abrirme el sobretodo y sentarme a su siniestra. No necesité besarla en los labios al sentarme a su lado. La ausencia de romance en un sentido convencional también nutria el vientre de nuestra relación; eran los pequeños gestos, las cosas que encontrábamos, lo que creábamos el uno para el otro (o el uno para el uno pero que compartíamos con el otro) lo que hacía que el amor y el respeto mutuo y las ganas de seguir compartiendo creciera cada día un poco mas. En sus manos estaba su cámara, 'su hija' como lo llamábamos graciosamente en aquellos días porque no podía dejarla sola en la casa por mas de media hora. Mostrame, que te encontró tu hija? le pregunté y me pegó con el codo sonriendo antes de decirme que era un tarado.

Las fotos pasaron una tras otra y me llevaron caminando desde nuestra casa por Commonwealth Avenue hasta los Jardines Botánicos y de ahí de vuelta por Boylston hasta la esquina Noroeste de Copley Square, la que daba al frente de la legendaria biblioteca y donde, tantos domingos, nos habíamos sentado (yo) y reposado con la cabeza en mi regazo (ella) a leer un libro o hablar de cualquier cosa tan irrelevante para el mundo pero tan crucial para nosotros que podíamos pasar horas intercambiando ideas hasta perder la noción de quien había dicho tal o cual cosa. En aquella esquina, que yo conocía casi centímetro a centímetro, en nuestro banco, ella había logrado capturar una escena que por la vida que emanaba parecía mas el cuadro de un film que una imagen detenida. Del árbol que en primavera proveía sombra a aquel banco de prolijas maderas barnizadas y que ahora comenzaba a poblarse de sus rojas flores, se desprendían en el preciso instante de la instantánea dos hojas verdes que volaban casi simétricamente a unos diez centímetros de distancia la una de la otra. Las hojas flotando permitían percibir la velocidad del viento y el color azul profundo del cielo, intercalado de nubes tela blanca rasgadas, permitía saber que su temperatura era entre suavemente fría y aceptablemente cálida. Por debajo de las hojas, a unos ciento treinta y cinco grados, el reflejo del sol leve de incipiente primavera rebotaba sobre la calva del hombre hasta el infinito. Sus ojos clavados en una versión de bolsillo de El Ruido y la Furia probablemente no le hayan permitido percibirla a ella con su cámara de fotos inmortalizándolo para siempre. Tampoco le permitían, probablemente, percibir como lo miraba con los ojos vidriosos aquella otra ella, una mujer de unos setenta cuyo semblante prolijo y pelo aun largo redondeaban la definición propia de esa sutil mixtura entre elegancia y belleza que solo el paso del tiempo puede lograr. El hecho de que en su mano derecha tuviera ella una copia de tapas duras de Macbeth me pareció algo risueño y a la vez premeditadamente exquisito. La ausencia de peatones alrededor y la difuminacion perfecta de Trinity Church inclinándose en el fondo le daban a la foto un carácter propio de lo irrepetible más allá de su perennidad. Es increíble, le dije respirando el aire fresco del viento que acababa de empezar a soplar desde el rio, y devolviéndolo por la boca; ¿te llevó mucho sacarla? Es una foto de una toma. La saque una vez. Fue un segundo. Un segundo solo, me contestó, y agrego: no sé porque pero esta foto tiene algo.

El silencio que siguió no duró más de cuatro segundos pero permitió que ella apoyara su cabeza sobre mi hombro poniendo su cámara de lado. ¿Queres tomar un café? me preguntó y ni siquiera hizo falta que le contestara. Nos paramos y la abrace con mi brazo derecho sabiendo que la naturalidad de aquel día iba a quedar en mi mente por mucho tiempo. Atrás dejaba mi bicicleta, atada en la baranda de siempre, al pie de los cinco escalones, donde por aquellos inmortales cinco minutos, habíamos estado sentados.
 
Lo que sigue lo escribí con el corazón en la pluma y la mano en la boca; hoy a más de medio siglo de distancia cuando unos de nuestros hijos vio la foto impresa dentro de un libro de Faulkner donde yo la había escondido 3 días después de que ella la sacara.  Tuve que mirarla 4 veces y permitir que mi corazón dejara de patear mi pecho con la fuerza de un pura sangre para poder soltar el primer trazo de mi pluma; para poder contestarme a semejante sacudón. Aspiré profundo el olor a cera de parquet recién lustrado que tanto me gustaba de los domingos por la mañana y dejé que se desatara la tinta sobre el anverso de la foto. Los dos viejitos éramos nosotros vestidos de turistas en la primavera ventosa de Copley Square de 2064 donde habíamos vuelto a celebrar nuestras bodas de oro. Los dos viejitos éramos ella y yo, yo y ella, en aquella tarde inolvidable de hace tanto tiempo (y de hoy, ayer y siempre) y de dentro de 2 semanas, en Boston, donde íbamos a estar de nuevo después de 52 años. Boston 2012/2064 escribí en el dorso de la foto y, en vez de guardarla en un libro de Faulkner, la guarde en uno de Shakespeare.