domingo, 19 de junio de 2011

Juan Segundo Dos Vidas

Juan Segundo Dos Vidas

“Einmal ist Keinmal”

Eran las 5:55 cuando sonó la alarma y la apagó. Eran las 5:56 cuando sonó la alarma, y de nuevo la apago. A las 5:55:30 se levanto y a las 5:56:30, por segunda vez, también, se levanto. Cuando hubo puesto el pie derecho en el piso por segunda ocasión aquella mañana se dirigió al baño y entre la oscuridad de un sol que, apenas despuntando, se filtraba por los espacios no ocupados de las cortinas de blanco lienzo, levanto la tabla y orino. Salió del baño y sin recorrer más de un pie de la habitación volvió a entrar y luego de levantar la tabla que acababa de bajar, un poco más, orinó. Media hora más tarde, ya cambiado y aseado por partida doble, estaba listo para salir de su casa. Miró a su mujer aun durmiendo con respiración agitada. Sintió que no podía abandonarla, que quizás aquel día debería no acudir al trabajo, que podía ocurrir que la respiración agitada le presagiara un mal día, que probablemente ella lo necesitara allí a su lado. Sintió necesidad de romper con su rutina, con su sistema, de volver a la cama y abrazarla, de retornar a ella y volverse leve. De disfrutar.  El latido de su yugular fue ahora el agitado. Sintió que el aire espeso de la habitación de puertas cerradas (su mujer tenía fobia de dormir con la puerta abierta) le quitaba la capacidad de pensar con claridad. Antes de irse, con los mismos ojos que la había mirado instantes atrás, le volvió a mirar y experimento deseo otra vez de quedarse. Cuando la sensación de que la habitación cerrada no  permitiale pensar comenzó a invadirlo  giró bruscamente y se dirigió la puerta de calle. Abrió, cerró, abrió, cerró y vio el resplandor de un sol sofocante invadirle los poros de la cara y la medula de las retinas. Se tapo el rostro (incluido los ojos) y al correr las manos, volvió a experimentar la sensación de que aquel radiante sol de lunes porteño, le invadía los poros y la retina.  Comenzó entonces una vez más el tedioso camino.

Su forma de andar por las calles parecía a algunos, graciosa. A otros les irritaba. Algo sabía bien el. Era la forma necesaria de andar, si quería darle peso a su vida. Creía que nadie sabía de ella en su oficina ya que a su escritorio no habíale visto nadie jamás llegar,  y de allí no lo habían visto nunca retirarse. Nunca escucho a nadie burlarse porque desde los 27 años padecía de sordera selectiva.  Había elegido la tarea mas adecuada para su propósito a la edad de 24, estampillador de la dirección nacional del automotor. Dos estampillas idénticas por cada legajo. En la calle, por cada dos pasos que Juan daba hacia adelante recorría uno hacia atrás. Los lunes, martes y miércoles la secuencia comenzaba después de dar el primer paso y retroceder uno igual. Los jueves, viernes y sábados daba dos y entonces comenzaba a retroceder.  En contra de lo que muchos pensaban, el mecanismo no le costaba concentración alguna. En el barrio se comentaba que por el grado de concentración que aquel andar requería era que jamás levantaba la vista del piso y que usaba aquellos auriculares en los oídos. Las conjeturas sobre lo que escuchaba eran variopintas. Un grupo de mujeres que se juntaba a tomar el te a las 6 y media en la confitería del Siglo afirmaban haber escuchado una voz satánica transpirar de los auriculares. Otros decían que escuchaba simplemente las noticias de la mañana, otros que era irrelevante pues padecía de sordera. Juan solo escuchaba la cíclica repetición de la novena de Bach de dos aparatos diferentes. Uno en cada oído. El resto de lo que los mortales decía, era todo era una patraña.

La mañana de aquel lunes casi llegando a la esquina de Avellaneda y Alsina creyó escuchar que le gritaban, mas decidió ignorar cualquier potencial cambio a su rutina que pudiera modificar el curso del tiempo. 

Cuarenta y siete años antes, sentado en el colectivo de la entonces línea C habia abandonado los dibujos del libro de tapas duras del gato con botas que llevaba en sus manos y leído mirando hacia la izquierda y en diagonal hacia abajo con dificultad: “el mundo, es un círculo que ya se ha repetido una infinidad de veces y que se seguirá repitiendo in infinitum”. El libro de aquel hombre de pelo canoso y manos cansadas que se había sentado a su lado después de la primer parada, temblaba por las imperfecciones del asfalto mas también por la imprecisión de su propio pulso. Cada tanto el hombre limpiaba la garganta y el pequeño Juan creía haber sido descubierto en su intromisión. Entonces, cambiaba la dirección de su mirada súbitamente hacia la ventana. Vio la zapatería Lena, a una mujer rubia caminando con una niña de vestido blanco  de la mano y la puerta de la escuela pasar delante de sus ojos. Ante todos pestaño rápidamente para encontrarlos (casi) en la misma situación y el mismo lugar. Cuando volvió a posar, por última vez, la mirada sobre el libro del hombre alcanzó a leer: “todo vuelve y retorna eternamente, cosa a la que nadie escapa!”. Apretó suavemente los labios y adelantando el inferior por sobre el superior sintió que bajabasele la (aun no incipiente) nuez y se le estiraba la piel del cuello. Con brillante capacidad para un niño de su edad se pregunto si así se sentirían los hombres de África. La mañana anterior su maestra les había mostrado una foto de aquellos hombres del color del café de su madre y a el le había impresionado la forma de sus labios.  Cuando retorno del continente origen (adonde su mente se iría tantas veces a lo largo de los años) se encontró mirando al vacio. Levanto entonces la vista y vio que el hombre de cabellos del color de la leche de su madre había cerrado el libro y lo miraba como desde arriba de un pedestal. Luego de limpiar la garganta, el hombre leche, con compasión le dijo <<Recuerda, Juan, esto no es cierto o quizás si, pero en cualquier caso, Parmenides estaba equivocado: el peso no es negativo>>. No supo como sabia su nombre más supo que su vida jamás volvería a ser la misma. Tenía 7 años, iba camino a la escuela y no sabía ya cual era la hora ni en qué calle se encontraba. No pensó ni quiso averiguar a quien pertenecía la frase ni quién era el hombre calvo. Cuando volvió del asombro se dio cuenta que se había pasado dos paradas.

Desde aquella mañana de lento invierno bonaerense en la que la luz había desaparecido al subir el a aquel colectivo, supo que debía vivir cada instante la mayor cantidad de veces posible. Fue así que la siguiente mañana fue y volvió 4 veces en el mismo interno de la línea 96 antes de bajarse en la escuela. Llego 3 horas y cuarenta y seis minutos tarde. Catorce minutos antes de la salida. Con el tiempo fue puliendo la idea, minimizando sus acciones a las ínfimas necesarias. Logro así tener que repetir la menor cantidad de cosas posibles.  Aprendió a los 11 que la repetición de todos los actos requeriría de un tiempo infinito y cíclico. El crepúsculo y el amanecer le dictaban la linealidad pero él no estaba dispuesto a rendirse. Quiso avocarse a la lectura de Borges más cuando lo leyó hablando de un rio que no ocurria dos veces, supo que era otro Parmenides, y lo abandono. A los 13, luego de haberse levantado durante 2 años a las 4 de la mañana para caminar ida y vuelta hasta su nueva escuela (a tan solo 25 cuadras de su casa) desarrollo el método de caminar que perfeccionaría a los 16 y que ulteriormente le llevaría a la muerte mas de cuarenta mas tarde.  Por aquel entonces separaba ya la comida en dos mitades (dos veces) y había aprendido a utilizar siempre dos cucharas, dos cuchillos o dos tenedores según el plato del día requiriese. Los movimientos eran armónicos y sincronizados, uno tras el otro, siempre a la misma distancia. Al principio sus padres creían que era un juego. Cuando quisieron remediarlo (creyendo que Juan actuaba de manera patológica) estaba ya tan entregado a sus sistemas que fue imposible convencerlo de nada.  Conoció a su mujer en dos ocasiones seguidas y le dijo dos veces el mismo piropo. Ella lo encontró romántico hasta el día que le propuso matrimonio repitiéndole el mismo verso de Neruda hasta que ella dijo que sí. Solo una respuesta podría haberlo detenido. Aquel día, obnubilado por el i-raciocinio de su corazón vencido ante la belleza de su mujer, creyó que podría detener el tiempo en aquel momento si tan solo repetía el mismo verso hasta el infinito. Cuando ella respondió sintió una especie de alivio.frustracion que lo conmovieron hasta las lágrimas. Dos: idénticas y consecutivas. Rodando por la misma mejilla. A los 21 descubrió que debía alejarse de la mayor cantidad de hechos fortuitos posibles si quería lograr la perfecta duplicación de la vida. Fue así que fue perdiendo contacto con los demás mortales. Con su esposa fue dilapidando el dialogo hasta no hablarle más a los 37. El amor de aquella mujer de ojos negros laca y mejillas de porcelana era demasiado grande por aquel Juan que algunos consideraban esquizofrénico y otros maniaco depresivo. No pudo dejarlo. Los años pasaron con la lenta velocidad de una vida que se hace cada vez más pesada, y Juan sintió que de a poco iba ganando la pulseada. Todo hasta aquella mañana de lunes. 

El grito que su necesaria reproducción del tiempo había ignorado trataba de prevenirlo. Pero el no pudo admitirlo. Nada podía sacarlo de la rutinaria necesidad de repetir la vida en dos vidas iguales en el deseo de no esfumarse como una mera imagen de nada. Sombra sola, sin sustancia. Nada salvo un hecho inevitablemente irremediable. Nada salvo la muerte. Vio al camión rojo tan cerca suyo que no pudo dar el último paso hacia atrás. Las declaraciones judiciales de 4 testigos aseveraron que había sido un voluntario suicidio ya que el hombre había vuelto su camino para ponerse en el trayecto de la maquina. A él le pareció ver un león feroz arrimarse a rugirle en la cara. Su mente pudo pensar en como hacer para que el golpe (que irremediablemente iba a ocurrir) de nuevo ocurriera. Mas el tiempo lineal de una vida sin sentido le mostró la última carta. Juan había logrado engañarlo durante 48 años con precisión envidiable pero las agujas que no paraban de girar le tenían preparada la venganza mayor. Quien ríe último…, llegó a pensar mientras el metal de los dientes del león se hendía en su costado derecho. No voló lo suficientemente lejos para evitar que el lo arrollara. Como aquella mañana de invierno, el sol se había escondido.

Tirado sobre el asfalto, se ahogo con su propia sangre. Deseo poder abrir los ojos para ver todo en una borrosa y paulatina desaparición pero no tuvo el ímpetu necesario para despegar sus pestañas. Intentó sentir que empezaba a morir de nuevo, mas no pudo. No tuvo la fuerza suficiente para reproducir el momento en un solo espacio mínimo de la realidad. Se preguntó si habrían sido los primeros siete años de su vida los que habían convertido su existencia en la mas liviana de todas las que hasta allí había conocido. Quizás habían sido las imperfecciones en el método que no había llegado suficientemente a pulir. Se le llenaron los ojos de agua. Y apretó suavemente los labios adelantando el inferior por sobre el superior sintiendo que se le bajaba la nuez y se le estiraba la piel del cuello. Recordó a los hombres color café. Y perdió para siempre el recuerdo. Soltó una sola lagrima y en aquel momento ultimo, rehusose a comprender. Su corazón alivianado por la verdad fue reticente a abrazar la realidad. Había intentado vivir dos vidas, dos vidas paralelas e infinitas, inmediatas y subsiguientes. Había intentado aumentar durante 48 años el peso de su ser a su peso doble; mas en el momento más importante, cuando cada uno de los instantes que había vivido por partida doble debían venir a comprobar la verdadera sustancia de su teoría, había fallado en morir dos veces. Olvidando absolutamente todos los pormenores de su vida movió uno por uno sin rasgo de repetición cada uno de los dedos de su mano. Cuando el dedo menique dejaba de moverse, un hombre de cabellera blanca y calva incipiente irrumpió de entre la multitud para decirle que lo había estado buscando. Lo había encontrado demasiado tarde para explicarle que Parmenides quizás tenía razón y la levedad era positiva. En el preciso e irrepetible instante en que el hombre de cabello blanco terminaba sus palabras, desaparecía para siempre un algo tan irrelevante como Juan Segundo Dvazivoty, un hombre más, un hombre que,  aunque no pudiera aceptarlo, daba razón a la escritura que el mismo, ahora sin recordarlo, había elegido en dos ocasiones para su propia lapida: “lo que ocurrió tan solo una vez, no sucedió nunca”.

martes, 7 de junio de 2011

Yo, Julio

Yo, Julio

“Lo que distingue lo real de lo irreal, está en el corazón”                                                                      John Forbes Nash



<<Julio Berto Donato Pietragalla>> dijo el hombre con voz firme y decidida a través de los orificios en la ventanilla. Cuando la bancaria terminó de escribir detrás del vidrio, extraviando la mirada hacia la derecha, firmó el mismo nombre que acababa de repetir, depositó el cheque en el cajón de metal, se puso el sombrero, se levantó y se fue. A la altura del bolsillo superior del saco marrón claro llevaba una mancha de café con leche desde la mañana anterior. <<No te preocupes que es del mismo color que el saco>> le había dicho entonces su amigo, Alejandro Petrovick, el Hungaro. <<No te preocupes Julito, vos siempre haciéndote tanto drama por todo, nadie se va a dar cuenta>>. Las palabras en boca del Hungaro sonaban casi hasta sarcásticas. En el camino de vuelta del banco al bar daba vueltas alrededor de la frase “hacerse demasiado problema”, cuando un niño se chocó con su pierna a la altura de la rodilla. <<Mire por donde camina, idiota>>, le dijo la madre de pollera larga y blanca como una mañana Antartida. Tanto drama, tanto drama. Hungaro hipócrita, la vida es un drama, volvió a transitar con la mente un camino diferente del que transitaba con el cuerpo. ¿O será que la vida no es mas que una comedia que transformamos en un drama? se preguntó, ahora mas calmo. Creyó intuir la cercanía figurándoselas a cada cual, la comedia y la tragedia, pegadas en los lados de una línea y a un hombre viéndolas tan cercanas que cruzaba la línea a cada segundo. Como un mimo, del llanto a la risa y de la risa al llanto, pensó, siempre cruzando de un lado al otro de la linea. Recordó a Bip el Payaso y sonrió. Se dio cuenta que era Marceau y casi se le pianta un lagrimón. Diose cuenta que en aquella caminata intentaba determinar el peso de la vida cuando tropezó con el escalón de entrada al bar. El Hungaro sacudió los brazos contento de verlo. <<Berto, Bertito, veni tomemosnos una copa>>. Eran las 10 de la mañana.

Si había algo que detestaba Julio de su amigo era su permanente necesidad de sentirse diferente. Por eso lo llamaba por su segundo nombre. <<Te dije cien veces que no me gusta que me llames por el nombre de mi padre. Y no, no puedo tomar una copa, son las 10 y a las 11 y media tengo que estar en la aseguradora, para firmar un cheque>>, le dijo al Hungaro mientras arrimaba una silla y llamaba al mozo para pedir un café con leche. Sin dejar que el Hungaro contestase prosiguió: <<Contame, Ale, que dijo La Manicura?>>. La manicura era el sobrenombre en código que usaban para hablar de la amante del Hungaro, una delicada mujer alta y risueña, de negros pelos largos rizados que se ganaba la vida escribiendo novelas de ficción. A los muchachos siempre les había parecido una analogía simpatica y a la vez un acertijo indescifrable llamar a la mujer que todo lo hacia con un par de manos mágicas, La Manicura. Era una mujer de clase, de inteligencia; quizás hasta demasiado para un hombre como aquel. A Julio siempre le había sorprendido que estuviesen juntos; que una alguien que todo podía decirlo en una frase (y que aun así nunca se detenía en una simple frase sino que seguía hasta escribir un libro), estuviera con aquel proyecto de persona que era su amigo. <<Creo que a La Manicura no lo voy a ver mas, amigo. Estoy cansado de que no quiera mostrarse públicamente conmigo, de que todo ocurra puertas adentro, de que nunca mi cara pueda salir al lado de la ella en una foto, en una revista, de que siempre sea el malparido ese del actor del cual no quiero ni repetir el nombre porque me saca sarpullido hablar de ese hijo de una gran…>>.

Cuando el Hungaro soltaba la lengua no había forma de que por sí mismo se detuviera. En su exasperante verborragia mental, en aquella desesperada carrera al infinito que parecía correr cada vez que comenzaba algo se basaban todos sus problemas. Así era que se había vuelto tan gordo, por eso con los otros muchachos lo llamaban también (a sus espaldas): el obeso. Julio se aprestaba a intervenir la alocada dicción del Hungaro cuando la voz del Alemán hizo el trabajo por el. <<Muchachos, que día de mierda tengo no saben, me paso de todo>> dijo Herman, mientras apoyaba en la mesa el gorro de lana que acababa de quitarse.

Herman R Kirschener había arribado al país con sus padres cuando solo tenía dos años desde West Virginia. Su padre, don Otto Kirschener, se había mudado a América procedente de Gelsenkirchen diez años antes. Al Alemán Kirschener de alemán no le quedaba ya casi nada más que el nombre, el apellido y una llamativa obsesión por Goethe. Los barrios bajos por los que había transitado predicando sus ideas matemáticas después de los picaditos por plata que jugaba (y en los que siempre se lucia por su remate picante y su gambeta indescifrable) le habían dotado de un Argentinismo tan profundo que no podía recordarse una frase en la que no utilizara un termino del lunfardo. Prosiguió: <<…esta mañana, hace una horita nomas, jugamos contra los cebollitas del Barrio La Carne. Meto dos golazos, pero dos cañonazos que no te puedo explicar Julito, el arquero parecía que estaba papando moscas, ni la vio. Ellos meten un gol de pedo, pero de puro orto te lo juro, cuando faltaban más o menos diez minutos. ¿Y vos podes creer, vos podes creer Julito (El Alemán y el Húngaro siempre se obviaban el uno al otro y por eso la historia se dirigía siempre a Julio) que cuando faltan dos minutos, al inútil, inservible, clemente del arquero nuestro, se le escapa la tortuga y sale a cortar un centro mas allá del punto penal? ¿Vos podes creer que nos empatan con un gol de cabeza de 15 metros? Lo peor es que a todos los chupa un huevo. Se termina el partido y se van todos a tomar una birra consolándolo al horrible del sin manos. Yo me quería matar. Obviamente perdí mas guita que en el casino y obviamente no se quedo ni un alma a escucharme explicando la segunda parte de teoría de los juegos que les pensaba enseñar. No sabes la calentura que tengo>>. Cuando el Alemán terminó la historia sobre el futbol de aquella mañana, el mozo, que había estado parado atrás de Julio (vaya uno a saber hacia cuánto) dijo dirigiéndose por encima de su hombro: <<Usted de nuevo. ¿Salió el café con leche? ¿Los mismos tres pedidos que ayer, no?>>. El tono era venenoso y despectivo. No hizo falta que contestara. La orden tardo muy poco y cuando Julio hubo terminado el café con leche miró la hora y recordó que era Martes. Tenía que ir a la clínica que tanto detestaba a ver a Martinez a quien tanto odiaba, mas no tenia opción y se aprestó para ir. Se le cruzó por la cabeza que se iba a perder la visita al correo e iba a tener problemas con su jefe. Tambien se iba a perder Italia-Chile que estaba por empezar en el televisor del bar. Se despidió de los muchachos rápidamente y salió rumbo a calle Virasoro. El whisky del Alemán y el vino con soda del Obeso aun estaban intactos.

Al salir del bar con paso presuroso sintió que el mundo había mutado. Allí adentro sentía una contención que el universo caótico de las calles no le brindaba. En la calle consideraba que la mitad temerosa de su alma veía la luz y se sentía distanciado de todo y de todos. Percibía como si los ojos de las personas se posaran sobre el de un modo acusatorio, apreciaba como que nadie lo apreciaba. Por eso cuando caminaba, cuando firmaba un cheque, cuando detenía un taxi, cuando se debía dirigir a alguien lo hacía con una convicción casi notablemente sobre-exagerada. Necesitaba demostrar seguridad. Si dudaba, probablemente la parte escindida de su ser se adueñaría del todo y entonces se transformaría de modo permanente en un ser desgraciado, como todos los otros. Caminaba con determinación cuando volvió a su mente el peso de la vida. Pensó en la manicura y en el arquero al ‘que se le había escapado la tortuga’. La vida para cada uno de ellos era, quizás, una comedia. Probablemente la manicura gozara de la compañía de su marido y de sus noches de inspiración a la luz de velas, de un hogar cálido, de una fama incipiente y del reconocimiento de la gente. Probablemente el arquero fuese un hombre medio, simplemente feliz con ser admitido en el ‘picado’ de los martes y con disfrutar de una cerveza después del partido apañado por cada uno de sus compañeros jurándole que a la semana siguiente tendría revancha. Pero cada cual tiene su contracara, reflexionó con claridad mental. Por cada Manicura con un talento inconmensurable y una sonrisa enorme, había un Húngaro en un bar lamentando su ausencia publica. Por cada arquero errático siendo consolado por los amigos había un Alemán ahogando sus resignacion en un vaso de whisky. Creyó concluir que la vida no podía ser determinada como comedia ni tragedia. La vida era un conjunto equilibrado de comedias y tragedias correspondientes, flotando en un espacio indeterminado, de forma caóticamente ordenada por las leyes de los silencios y las palabras y los seres confiados y los inseguros. Todos mezclados en un universo sin sentido ni dirección. El pensamiento comenzaba a asentarse en su lóbulo dorsal cuando sintió el olor de un perfume demasiado fuerte traerlo de vuelta al caos del mundo. Entonces, súbitamente, estampó, involuntariamente, un hombrazo contra el pecho de un hombre que venía de frente. <<Julio, Julito, que te pasa, en qué carajo vas pensando, loco>>. La voz entre enojada y amistosa era de Bombieri.

Bombieri disparó un par de palabras y Julio logró disimular su obnubilación y su vergüenza no contestando a ninguna de sus frases. El Tano Bombieri era un hombre de unos treinta y pico años, culto, inteligente, que siempre encontraba la manera perfecta de convencer a la gente de que sus ideas eran correctas. Era abogado, no de profesión sino como pasión. Defendía cada punto con la destreza de un esgrimista y la agresividad de un karateka. Sabía cuando atacar, cuando esperar, cuando dividir y cuando adherir. Su autor favorito era Sun Tzu, mas sus ojos brillaban cuando hablaba de La Republica. <<Nos vemos mañana, como siempre, a las 7, en la sala de tu casa>>. Julio asintió sin decir palabra alguna. La sala de su casa era el otro lugar donde sentía que el mundo no lo oprimía. El único lugar donde su razón no se sentía rota, donde no había grietas por donde sus pensamientos cayeran hacia un abismo sin fondo, por un tobogán perpendicular al suelo, con fin en el principio. En ‘la sala’ se juntaban desde tiempos que ahora eran inmemoriales. Julio Berto Donato Pietragalla y Enrique Carlos Adolfo Bombieri, el Tano. Dos tanos. El Tano Bombieri había aparecido en su vida mucho mas tarde que los otros, mas compartía tanto más con el que con el Alemán y el Húngaro, que, cuando el Tano había tenido una fortísima discusión sobre el equilibrio no cooperativo con el Alemán (al punto que se habían ido casi a las manos), Julito se había llevado al Tano a la sala de su casa en signo de reconocimiento de que lo elegía por sobre Kirschner. Aquella tarde habían comenzado una serie de diálogos sobre literatura y arte y cine y teatro que había afianzado su relación dramáticamente y que se repetiría por mucho tiempo. Era un miércoles, cerca de las 7.

La ultima tarde de Junio de aquel 1962, ocho días después de que se chocaran en la puerta del hospital, Bombieri no llegó a tiempo por primera vez en catorce años, dos meses y una semana a la cita de los miércoles. Fue la primera en 738 visitas no canceladas a la que no acudió a tiempo. La semana anterior, un dia después del encuentro casual, Julio habiele enviado un mensaje cancelando por malestar estomacal. Se preguntó si Bombieri estaría enojado. Creyó que casi 15 años de amistad merecían más que una simple y silenciosa ausencia. Entonces, por asociación de algún circuito extrañamente mal conectado en su mente y con atemorizante clarividencia, comenzó a recordar la ultima visita al médico al ritmo que empezaba a unirla punto por punto, como los juegos infantiles del diario del domingo, con la desaparición paulatina de cada uno de los ‘muchachos del bar’. Recordó al médico hablando de disfunción y de escisión a la vez que recordaba que el Húngaro no había estado tomando su vinito con soda ni lunes, ni martes. Rememoró al hombre con bata blanca abierta disertando sobre realidades psicológicas sub-alternas al tiempo que sintió la ausencia del Alemán contándole sobre el partido de futbol y su siempre negativo resultado. Se le hizo presente, casi hasta en cuerpo y alma, el doctor preguntándole sobre trastornos afectivos, ansiedad, rompimiento de las líneas de la razón, pérdida del sentido del tiempo y el espacio. Y fallo en lograr reproducir alguna imagen de los muchachos jugando billar el último sábado. Solo logró recordar el taco y las tres bolas. Finalmente le volvió el malestar y diose cuenta que durante los últimos ocho días lo habían estado transformado aquellas píldoras blancas que Martinez le había prescripto. Recordó el nombre: Clorpromazina. Frunció el seño preocupado por lo que tribulaba su mente y detuvo el tiempo por un segundo. Así, como quien desea no saber lo que su mente está pensando, maldijo al médico y a las píldoras cuyo nombre ya no podía recordar y corrió a toda velocidad hacia su biblioteca. En el camino golpeose el cuerpo contra dos paredes y una puerta.

Cuando llegó agitado a la habitación de roble barnizado consultó la copia reducida del Papiro de Ebers en alemán que misteriosamente le habían dejado en la puerta de su casa los padres desconocidos de Kirschner cuando tenía 11 años. Mientras retiraba la copia del estante, se le cayeron, estrellándose contra el piso, un volumen de tapas duras de “The Open Mind” y uno de bolsillo de “Le Théâtre et son Double”. La primera se descuaderno desplomándose de forma sorprendente y quedó abierta como si fuera un hongo explotado. Abrió el papiro en el capítulo 4, pagina 418 y mientras recorría las últimas líneas apretó el puño derecho y rechinó los dientes de rabia. Los ojos parecían espejos reflejando cada una de las letras en sentido derecha izquierda. Se amargó hasta la medula. Sintió el reflujo biliar subir por su tubo digestivo hasta plasmarse en su boca como si fuera el agrio sabor de un café sin azúcar. Casi se descompone, mas tuvo que morderse el labio para no sonreír. Pensó en Benedict Morel. <<La invención de Morel>> se dijo a sí mismo, ya sin saber si pronunciaba las palabras en la realidad o si solo eran un delirio de algún mundo sub-alterno. <<Esta es la verdadera invención de Morel. Yo soy mi propio Morel>>, gritó para que sus palabras no se confundieran con hechos inexistentes en un mar revuelto de aguas turbias. El sonido del grito retumbó en forma de eco cónico en las seis paredes de aquella habitación de manera desordenada. De la pared derecha fue al techo, al piso y de ahi a la pared frontal, a la izquierda y luego a la dorsal, donde apaciguándose paulatinamente, se calló para siempre. El silencio posterior fue aterrador; el primero que escuchaba en años. Cerró los ojos y tragó lo más profundo que pudo. Las cortinas se sacudieron por una ráfaga de viento que abrió la ventana con violencia y supo que seguía  furioso porque el frió no le calmo el alma. Su corazón, latiendo, húmedo le decía que algo extremo debía hacer.
 
La ventana se sacudió contra el marco con mayor violencia que antes. Volviendo desde si mismo, el, separó, tan lejos como le fue posible, las pestañas inferiores de las superiores y, dirigiéndose con prisa desesperante hacia la ventana abierta de par en par, como quien va en carrera para saltar de una azotea a otra, apretó ahora el puño izquierdo y habiendo sacado la otra mano del bolsillo derecho, llegando casi con inercia descontrolada al borde de la ventana, arrojó cada una de las pastillas hacia una nada infinita. El brazo diestro le quedo extendido tan lejos de la cara que le pareció que podía tocar otro continente con la punta del dedo anular. Vio cada punto blanco alejársele hasta desaparecer en el horizonte aunque supo escuchar a cada capsula caer en algún paraje remoto. Vomitó con fuerza hasta la parte interior del estomago a través de la ventana aun abierta y sintió que el mundo se restablecía. Todo volvía a la normalidad. Respiró, entonces, con alivio y se dirigió a la sala con paso cansino. Al pasar el umbral, se secó la transpiración, se acomodó el cuello de la camisa y luego de limpiarse la garganta con ruido de tractor arrancando, tomó asiento en el sillón verde abriendo la edición semanal de Reader’s Digest. Pensó en que al otro día o al siguiente vería nuevamente al Obeso y a Kirschner y en medio de la infinita satisfacción de su corazón, se sintió más real que nunca. La palabra esquizofrenia se borró de su memoria y se aprestó, Julio Berto Donato, por vez número 739 para recibir, en el incomparable edén de su realidad, en la sala de su casa, al Tano Bombieri.

miércoles, 1 de junio de 2011

Adios -English Version-

Adios –English Version-
Knowing when to say goodbye is learning how to grow
                                                                    Gustavo Cerati

And one day, when it could be less expected, when the daylight seemed to infiltrate through the pores of his once impermeable skin and 'in a little while' no longer played in his iPod, no more; then without preamble, without warning, with no mercy, without having asked for anyone else’s consent, as a boomerang that returns to its starting point powered by the inertia that pulled it away, she, who prided herself on being who she was, by her own initiative and not thinking about anyone else, just returned. She did it with the cross marked on her back and her front as high as ever, showing no remorse, pledging no apologies, believing not that something could have been wrong. Simply returning; with all her simplicity; with all her complexity. Simply returning, once again. When he descended from the elevator, which seemed to take more than ever before to cover the 29 floors, he could not avoid seeing her. Immaculate, unchanged, as if it was yesterday, as she looked today, as never before.

He dragged his feet with anxiety but sparingly in a fast forward slow run towards an unreachable end. And he stopped far. But perhaps too close. There was she, in front of him, motionless, almost inert, seemingly mute, but penetrating with her eyes through him to the center of his brain, like the time when they first met, submerging into to the marrow of the most hidden insecurities, her insecurities, which in a somehow frightening telepathic manner, were always reflected in his memory. Hawking, she said: <<it’s been a long time>>. Him, not knowing what to answer, unable to discern whether it was because he could not actually see her or listen to her, as his heart dictated, with both arms closing in on her back, posing each hand on the opposite corresponding shoulder blades covered by the red thin linen jacket, with rage, full of anxiety, overflowed with satisfaction and hate, brimming with insecurity and torment, without more, gave her a hug. He wanted to spit a word but the water missing from his dry mouth did not allow him to unstick his lips. He wanted but could not either cry. The lack of water in the drought of his eyelids did not allow him to open his eyes. He suddenly felt as if a truck oppressed his chest, as if the center of the universe, with all its forces of attraction and repellency, was placed in the gap between his nipples. He did not know where to go. His mind travelled through roads never before travelled. He walked streets he had never named, virgin road trails without paving. He thought he could go crazy in the mere blink of an eye. If a particle moved in a non-coordinated manner, if a neighbor opened the door, if the elevator bell announced that someone else had returned, the entire balance of a totally unbalanced moment could explode.

Time slowed. The atmosphere turned heavy and with foresight he could see everything in the shape of zeros and ones. He smiled. And letting his hands off the back of her shoulder blades, he placed them on the shoulders standing still before him. He thought, for an ephemeral second, he would ask her to stay. But he did not. He stared at her features, with the expression of someone who makes an effort to record every single particle floating in the air, as someone who knows that the end of the end is approaching at a speed that no one else can perceive. He distanced from her with the arms still in her shoulders and, for some reason, thought of elementary school. Again he smiled.

Then, without any preamble, without words, without notice, without anyone’s consent, like a kite which reel is released to let it fly free in, for and where the wind would guide it, he mercilessly turned off the acoustic resonance of 'in a little while', turned around, opened the front door of his house and closing it with caution, once and forever, he left her behind. He did not ever hear anyone knocking on the door, or sighing on his back. He seemed to have lost the ability to turn around. He walked in, bathed, dried himself and while he finished dressing, he began hearing ‘Pasos’. Once he had finished that unprecedented ritual, fearlessly and without the reflection of those insecurities recorded on the B side of his heart, he opened the door and found nobody. It did not come as a surprise to notice that it was his mind that had imagined every detail of her standing on the entrance carpet, wearing the same red linen jacket that she had worn the day that she swore to never return. He stared at the empty space, at the nothingness inserted into the scene, at her absence of presence fulfilling her eternal promise of leaving forever. And without any kind of despair he tapped twice with his right knuckle on his head giving back the wink to his mind. He then thanked the impenetrable maze of his intelligence, which now echoed by the sound of the knuckles hitting its very own case, for helping him to close that last remaining open door, the one that since the day she had left, had, until now, in a systematic absurd way, led him (and not her) to return in memories, to the door of their former house.