lunes, 30 de mayo de 2011

Adios

Adios


"...es crecer..."
                 GC



Y un día, cuando el menos lo esperaba, cuando la luz del día se mostraba e ‘in a little while’ ya no sonaba casi nunca en su ipod, no mas; sin preámbulos, sin aviso, sin piedad, sin su consentimiento, como un bumerang que solo ha vuelto al punto de partida por la inercia propia de la fuerza que lo impulso lejos; ella, que se jactaba de ser quien era; por ímpetu propio y sin pensar en nadie mas, simplemente, volvió. Lo hizo con la cruz marcada en la espalda y la frente tan alta como siempre; sin remordimientos, sin perdones, sin siquiera creer que en algo se había equivocado. Simplemente. Con toda su simpleza y toda su complejidad. Volvió. Cuando el bajo de aquel ascensor, que se habia demorado mas de la cuenta, la vio, inmaculada, como hacia ya tanto tiempo, como si fuera ayer, como si fuera hoy, como si fuera nunca.

Caminó arrastrándose, con ansiedad pero con parsimonia. Y se detuvo lejos aunque demasiado cerca. Allí estaba, de frente a el, con los ojos atravesándolo hasta el centro del cerebro, como aquella primer vez, hasta la medula ósea de sus propias inseguridades, las de ella, que de un modo atemorizantemente telepático, se reflejaban en su memoria, la de el. Carraspeo y le dijo: <<pasó mucho tiempo>>. El, sin saber que contestar, sin lograr discernir si era porque no podía realmente verla o quizás escucharla solo pudo hacer lo que su corazón le dictaba: con los dos brazos cerrándose sobre su espalda, con una mano en cada omoplato de aquel saco de hilo rojo; lleno de rabia, rebosante de angustia, repleto de satisfacción y a la vez de odio, de inseguridad y de tormento, sin mas, la abrazo. Quiso esbozar una palabra mas el agua falta en su boca seca no le permitió separar los labios. Quiso pero no pudo llorar. El agua falta en la sequía de sus parpados no le permitió abrir los ojos. Sintió que un camión le oprimía el pecho, como si el centro del universo, con todas sus fuerzas de atracción y repelencia, se hubiera trasladado al hueco entre sus dos tetillas. Entonces, ya no supo hacia donde ir. Su mente transito caminos jamás antes recorridos. Anduvo por calles a las que jamás le había puesto nombre. Camino veredas vírgenes, sin adoquinar. Creyó que podía enloquecer en un mero segundo. Si alguna partícula se movía de un modo no coordinado, si un vecino abría la puerta, si la campana del ascensor anunciaba que algo mas había vuelto, todo el equilibrio de un momento absolutamente desequilibrado, podía estallar.

El tiempo se enllenteció, el ambiente se hizo pesado y con clarividencia pudo ver todo como si fueran ceros y unos. Sonrío. Despegó las manos de la parte dorsal de los omoplatos y las apoyo sobre los hombros rojos que se mantenían erguidos frente a el. Creyó que le iba a pedir que se quedara. Pero no lo hizo. La miró como quien mira con el afán de recordar, como quien sabe que el final de los finales se acerca a una velocidad que nadie mas puede percibir. Estiró los brazos y recordó como le hacían tomar distancia en la fila de la escuela primaria. De nuevo sonrió.

Entonces sin mas, sin palabras, sin aviso, sin el consentimiento de nadie, como un barrilete al que se le suelta el carretel para que pueda volar libre en, por, para y hacia donde lo guie el viento, sin piedad, apago por ultima vez  la acústica resonancia de ‘in a little while’, se dio vuelta, abrió la puerta de su casa y cerrándola con cautela, para siempre, la dejo atrás. Jamás, escucho a nadie golpear, jamás escucho a nadie suspirar detrás suyo. No supo lo que quedaba a su espalda porque parecía haber perdido la capacidad de darse vuelta. Se bañó, se secó y mientras se terminaba de vestir, comenzó a escuchar Pasos. Así, cuando hubo terminado aquel ritual inexplicable, ya sin miedo, ya sin el reflejo de aquellas inseguridades grabadas en el lado B del corazón, abrió la puerta y comprobó que nadie allí había. Comprobó sin sorpresa que su mente la había imaginado, detalle a detalle; parada sobre la alfombra de entrada, vestida del mismo rojo con el que aquel día juro nunca jamás volver. Vio el espacio vacío, la nada insertada en la escena, su ausencia cumpliendo aquella eterna promesa y abandonando para siempre su mente. Y sin ningún tipo de desesperacion se dio dos golpecitos en la cabeza. Devolviole así el guiño a su mente, agradeciéndole implícitamente que, después de que el bajara del ascensor y antes de que se metiera en la ducha, por arte del mágico entrevero de aquel inexpugnable laberinto que ahora retumbaba por el eco de sus nudillos golpeando su carcasa, la ultima puerta que quedaba allí abierta hubiérale, finalmente, ayudado a cerrar.

domingo, 22 de mayo de 2011

Los Dos Reyes

Los Dos Reyes

"Verdaderamente, el hombre es el rey de los animales,
pues su brutalidad supera a la de éstos"

                                                Leonardo Da Vinci


Jose Pablo Rodriguez Nunez había nacido con el crimen marcado en la piel, escrito en el DNI. A los dos meses su padre y su tío lo habian ‘usado’ de distracción para asaltar el Banco Provincial con una pistola de juguete, y una de verdad. Por el infimo espacio entre sus parpados; por a traves de sus ojos recien abiertos, habia visto su primer muerte. A su padre se le había escapado un tiro que habia impactado en un una anciana de unos setenta años. Había caído seca, como un fiambre que se cae del gancho de donde esta colgado. Desde ese día la muerte jamas se iría de su vida. Su prontuario criminal se habia engrosado poco a poco: diecisiete entradas por robo, cuatro por tenencia, ocho por violencia y resistencia a la autoridad, tres por hurto (la versión sin fuerza no le agradaba demasiado) y una por una violación de la que lo acusaba una ex-novia despechada. Todo antes de tener 14; todo antes de ser imputable. Era tan fácil de agarrar como de matar. Por eso habian estado por matarlo solo un par de veces. Estimaban las fuerzas de la seguridad que lo agarraban una de cada 176 veces que cometia un delito. La cuenta daba unos 5800 delitos, antes de la tarde en que cumplio 14, la tarde en que se convirtió en Rey. La leyenda comenzó una prematura primavera fría y lluviosa. <<Todas las primaveras empiezan asi>> le decía Joselito a Eusebio, el Gordo, a través del agujero que generaba con su comisura izquierda mientras con el resto de la boca sostenía la colilla de un cigarrillo que estaba ya por apagarse. <<Jugá Gordo, jugá, que te voy a romper el orto con un Rey, jugá>>. El Gordo rió y sacudio la cabeza. Mezcla de desidia, resignación y embuste propio del juego. Llegó a morderse el labio antes de intentar una sonrisa resignada. Mas nunca llego a tirar la carta. A través del vidrio del quiosco donde tomaban birra y jugaban al truco pasaron cinco balas que no tocaron a Joselito. Dos pegaron en una columna a su izquierda, dos otras le pegaron al gordo en el pecho y la quinta arranco la parte superior derecha del Rey que efectivamente batía a la sota de oro con la que Eusebio seria enterrado en un bolsillo dos días mas tarde. El Gordo estaba muerto, Joselito estaba vivo, la sota se fue en un cajón y el rey de basto, tatuado ahora en la parte superior izquierda de su pecho, lo convertia en leyenda.

Carlos Maria Delgado "Carlitos" era del Chaco. Habia nacido en el seno de una familia humilde pero llena de valores. Su madre, Estela Maris Delgado de Delgado se había casado con su primo Carlos y caminaba todos los días catorce kilometros de ida para limpiar una casa en el pueblo mas cercano y poder ayudar con los gastos de la casa. A Carlos Delgado nadie jamas le habia conocido un delito, mas tampoco un trabajo. Se había abandonado a la dicha de Dios cuando habiendo sido suspendido el ‘tren de los montes’, el gobierno nacional habia despedido a cuatrocientos empleados que habian sido contratados para comenzar a poner las vías. <<El sueño de mi vida se murió, hoy>> le había dicho a su esposa, <<Jamas volverá, jamas habra vía, jamas habra ilusión>>. La mañana siguiente a la que su padre había sido encontrado bajo la sombra de un ombu abrazado a una cruz de madera de un metro de alto, habiendo pasado cuatro años y tres meses de la cancelación del tren y cuarenta y siete años (desde su nacimiento) sin trabajar, Carlitos había decidido irse de casa. Emprendio los 17 kilómetros a pies que recorria cada maniana para ir a la escuela como cada dia, mas cuando dieron las 7 esucho la campana y siguió de largo. Cuenta la leyenda que caminó 27 dias y 28 noches ininterrumpidas y cuando se hizo la luz del día 28, exhausto, se detuvo a pedir un vaso de agua en una estación de servicio. La negativa del empleado fue el comienzo de su vida delictiva. Le partio el cuello con las ultimas fuerzas que le quedaban y se sentó a tomar de una botella chica de agua mineral. Comió cuatro alfajores y un helado de agua. Y se marchó. El resto lo dejó intacto. Sus días en el camino son incontanbles. Hay quienes afirman que lo vieron caminar a los ocho años con los ojos cargados de muerte por la ruta 9 asaltando camiones y descuartizando camioneros con la fuerza sola de sus propias manos para robarles el mate y los bizcochos. Hay quienes aseguran haberlo visto al mismo tiempo en la ruta 2 vestido de gorrita y shorts desmantelando estaciones de servicio, teniendo entonces solo seis años. Lo cierto es que nadie jamas supo bien de donde venia ni cuantos años tenia. Solo pudo saberse que habiendose adiestrado en chicanas legales le dijo a la policía, el día su primer aprehensión, que tenia solo 9 años, cuatro meses y veintidós dias. Supo calcular la fecha exacta en la que tendria que haber nacido. Tenia bigote. La policia le creyó y lo inscribieron como nacido aquel día. Hecho en la calle, la tarde en que El Rey de Bastos cumplía catorce, se encontraba el en un bar de Villa Constitucion. Eran las seis de la tarde. La policia irrumpio en el local en busca de drogas y un drogadicto disparo. Murieron treinta y dos borrachos, diecisiete drogadictos y el único policía que había entrado al lugar. La bala que debía matar a Carlitos pego en la copa que sostenía en la mano y quedo flotando en el Brandy barato que tomaba. Un transeunte que pasaba y lo vio atonito con la copa en la mano y una manta que la policia le habia puesto sobre los hombros lo bautizo: el Rey de Copas. A los dos días se tatuo la figura de la baraja, sobre el corazón.

A Carlito, en el barrio, le decian, despectivamente, "el Toba". Habia llegado a la cuna de la bandera siete días antes del tiroteo en el bar de Villa Constitución donde había sido bautizado. Robó, mató volvio a robar y volvió a matar. Jamas conociosele cargo alguno por otro delito. La policía no había asociado a uno con el otro. El toba y el Rey de Copas fueron, para la ‘fuerza’, durante mucho tiempo, dos personas diferentes. Se instaló en el barrio equivocado, en la ciudad equivocada, quiso ser rey pero era el reino equivocado.Para cuando la policía unió al toba con el Rey de Copas, el Rey de Bastos había engrosado su carácter de leyenda. Robó, mató, corrompió, violó, hurtó (poco) y estragó. Dicen que nunca se pudieron tipificar todos sus delitos. Se murmuraba (por lo bajo) en el barrio que, con lo que había robado y obtenido de la mala vida podría haber comprado la municipalidad de la ciudad, (con todo lo que tenia adentro, incluido el intendente) y refundar la ciudad con su nombre, o quizas su apellido. Ya no había vuelto a entrar, ahora la atención estaba en otro lugar.

Los reyes nunca se conocieron en persona, mas se detestaron con creciente odio a medida que la leyenda del otro se acrecentaba. Vivían en el mismo barrio y en cada barrio puede haber solo un rey. Vivían en la misma ciudad y en cada ciudad puede haber solo un rey. Vivían en el mismo país y en cada país puede haber solo un rey. Vivían en un reino sin rey y en cada reino (aunque no tenga rey) puede haber solo un rey. Se odiaron tanto que, según un tatuador al que refirió la historia otro tatuador que tenia un tatuador amigo que tatuaba a varios de los miembros de la banda de uno de los dos Reyes, El Rey de Copas se había tatuado una cruz en la espalda, donde esperaba que el otro Rey le disparara para darle muerte y el de Basto la había tatuado en el pecho, debajo de si mismo, o quizás era al revés.. Sus armas se buscaron, sus secuaces se tirotearon , se planearon emboscadas, se tendieron trampas, se denunciaron, quisieron erradicarse el uno al otro; pero siempre algo salia mal, siempre algo se interponía entre sus armas, siempre el uno escapaba al otro, o el otro al uno. Siempre quedaban Dos Reyes.

Una tarde copiosa y cálida de Abril, el Rey de Bastos, sentado sobre una pila de ladrillos, fumando un porro, tuvo una idea que lo diferenciaría de todo el mundo. El golpe seria perfecto, el carácter de único Rey lo esperaba. No necesitaba matar al otro, solo diferenciarse de el. El evento era Gigante. La plata era incontable y habría tanta policía que si se hacia con la bolsa, nadie podría ya jamas, nunca, discutirlo.

A la misma hora que el de Bastos tiraba la tuca del porro por la alcantarilla, el de Copas alentaba a la Lepra en el Parque. Entonces, cuando el Tano Vella desbordaba por vez numero dos y tiraba un centro a la olla, a el se le ocurría una idea que lo haría el mas grande hincha de Nubel de la historia. Se iba a robar la recaudación del Gigante. La semifinal de la Copa le daba la razón ideal para cagar a los ‘putos’ de Arroyito. Ahora si, ahora para siempre, seria el, de verdad, el único que Rey que era leyenda.

Cada uno planeo su ataque con minuciosidad.

Mientras el de Bastos iría fuertemente armado, el de Copas prefería pasar mas desapercibido. Ambos sabían que para hacerse leyendas deberían ir solos. Joselito iba a entrar por el Caribe Canalla, siete horas antes del partido. Iba a esperar que cerraran todas la cajas. Entonces, antes de que el arbitro adicionara uno o tres minutos, se iba a meter por la pileta, iba a atacar a los pocos policías que quedaran resguardando la recaudación e iba a entrar a la tesorería. Iba a ir disfrazado de hincha. La ametralladora envuelta en un trapo de Central. Estaba dispuesto a matar. Carlitos iba a llegar con la masa. Disfrazado de policía (antes que de Canalla cualquier cosa) iba a entrar a la cancha y filtrarse directamente a la pileta donde iba a dar cuarenta y cinco vueltas (una cada dos minutos de partido) antes de meterse a la tesorería cuando el arbitro adicionara uno o tres minutos. En el entretiempo pensaba descansar. Llevaría solo un arma reglamentaria que había robado meses atrás. Estaba dispuesto a matar.

El primer tiempo paso sin sobresaltos. Ambos se aferraban a su plan. Ambos estaban adentro. Ambos esperaban. El Partido estaba 0 a 0. Al empezar el segundo tiempo un sepultural y extraño silencio de ambas hinchadas permitió a los dos escuchar el silbato del arbitro. Ninguno de los dos lo tomó como un signo. Los dos se equivocaron.

A Carlitos lo descubrió un policía a los 17 del complemento cuando al preguntarle de que seccional era (solo para socializar), Carlitos se asustó y le disparó en una pierna. Su tensión se había generado por que creía que un hincha al que había visto pasar ya siete veces con una bandera era un 'chancho' de encubierto. Se sorprendió hasta el mismo, como si en realidad lo hubiera hecho otro. Casi salta a la pileta. Mas rodeándola casi entera, corrió con desesperación y se metio por una rampa al estacionamiento subterráneo. Los tiros de otros cuatro policías que cuidaban aun los molinetes lo siguieron, retumbando como hachazos en un bosque que recién termina de talarse.

A los 18 del mismo complemento Joselito se puso ansioso y quiso entrar a la tesorería. Los dos guardias que custodiaban la pileta ya no estaban y había algún problema con la barra porque se escuchaban tiros abajo de la bandeja. Su ansiosa desesperación de leyenda vio, equivocamente, una oportunidad. Cuando empujó la puerta con vehemencia y entró corriendo al pasillo que daba a la tesorería, cuatro policías lo miraron atónitos y uno (que lo reconoció) gritó que era el Rey de Bastos. Y desenfundó. Joselito se descolgó por la escalera que llevaba al estacionamiento subterráneo seguido de los tiros de los cuatro policías, retumbando como hachazos, en un bosque que recién termina de talarse.

El Rey de Bastos corrió desesperado y se escondió detrás de una traffic blanca rotulada de pinturerias Sol. Jamas presintió que acercabase el final. Se apoyó sentándose contra la goma delantera derecha y las tuercas engrasadas de la rueda le dejaron cuatro marcas redondas en la espalda, como si por allí fueran a atravesarlo cuatro balas que lo terminarían para siempre. No reparó en el hecho. Perdió la bandera en la corrida. Si reparó en el hecho. Y creyó haberla perdido en la escalera. Apuntó el arma hacia arriba con el codo en L y con la mano libre se tocó la pierna. Los dedos se le metieron solos en el agujero que los dos balazos le habían dejado. Gimió de dolor apretando los dientes. Miró el arma, suspiró y luego de suplicar un insulto en voz baja, dirigió los ojos hacia el suelo. Entonces lo vio acostado, de costado, frente a el, tatuado en el medio del pecho, inmovil, solitario, perfecto, inalcanzable, el Rey de Copas.

Carlitos corrió desesperado y rodó por la rampa. No pudo jamas, de nuevo, ponerse de pie. Se arrastró, gateo, y jadeo de dolor. Le habían metido dos balazos en la espalda. Mas no animose nunca a tocárselos. Jamas presintió que acercabase el final. Se apoyó sobre el codo izquierdo y, escondiéndose atrás de la rueda trasera derecha de una traffic, cambio el revolver de la derecha a la izquierda. Miró hacia arriba y suspiró un insulto en voz baja. Con dificultad mecanica, abrió el tambor y cuando le iba a meter la unica bala que le quedaba, ahora en la boca, por el espacio vacio del tambor abierto, lo vio de frente, inmóvil, perfecto, con la punta izquierda del rectángulo cóncava y una cruz debajo del 12, inalcanzable, el Rey de Bastos.

Fue un segundo el que tardó el Rey de Bastos en bajar el arma y apuntarla. Lo mismo lo que tardó el de Copas en meter la bala desde su boca en el tambor y dirigir el caño hacia el pecho de su nemesis. Hubo otro segundo en que el tiempo pareció detenerse. El segundo previo al final. Mas ninguno de los dos pudo disparar. Atraídos por el poder del otro Rey, ambos bajaron las armas y se miraron por primera vez, de frente. No hubo segundo final. Entonces, comprendiendo todo sin hablarse, sabiendo que no era aun el momento de dejar de existir, salieron los dos de atrás de la Traffic con las armas preparadas para disparar, listos para defenderse del ataque final. Cuenta la leyenda que culpa de un gol anotado en el descuento no pudo escucharse cuantos estruendos de bala ocurrieron en aquel estacionamiento. La crónica determino que ambos Reyes murieron y la autopsia no pudo nunca determinar de donde provino la bala que mato a cada uno. Lo que si se se supo, mucho tiempo después, fue  que la bala que mató al de Copas lo acertó sobre una extraña cruz que llevaba en la espalda, y que, la que acertó al de Basto, dio sobre otra cruz similar que extrañamente este, llevaba debajo de su propia imagen, tatuada en el pecho.

jueves, 5 de mayo de 2011

Miradas


Miradas

Sería todo un detalle
y todo un gesto, por tu parte,
que coincidiéramos, te dejaras convencer
y fueses como yo siempre te imagine
JM Serrat


Cuando él la miró, supo que el escepticismo debía acabarse, que finalmente la espera larga y silenciosa; y el permanente y difuso ruido de fondo iba por siempre a terminarse. Supo que cada uno de sus actos lo habían llevado a aquel punto. Se agradeció a si mismo por haber esperado, por haber estado pacientemente buscando.   

Cuando ella lo miró supo que todo lo que siempre había imaginado ocurriendo en un instante de magia había ocurrido en aquel instante de magia. Supo que, tal como sabia que ocurriría algún día sin que ella pudiera modificar el mas mínimo curso del destino, había ocurrido. Supo que la velocidad de su vida disminuiría. Se agradeció a si misma por haber esperado, por no haber estado buscando.  

Sentado en la tercer mesa de la izquierda hacia adentro, con las piernas estiradas saliendo del contorno frontal y los pies apoyados en la silla del lado opuesto, el pasaba sus tardes encorvado sobre la tabla, con un lápiz negro garabateando borrones y palabras y mas borrones y mas palabras en una libreta negra de tapa dura y elásticos para sellarla. El lápiz se movía con vehemencia y se detenía, como un eco que deja de sonar, repentinamente. Rotaba cientoochentagrados sobre sus dedos y, con la misma vehemencia con que había escrito, borraba. Jamás supo nadie exactamente que escribía porque cuidaba con meticuloso recelo que su codo izquierdo cubriera el blanco rayado de las hojas. Mas pude yo imaginar por donde transitaban sus soliloquios al entablar cortas conversaciones en las que me conducía a través de sus miedos y sus frustraciones, sus vacios y sus felicidades. Se llamaba Matías. Era un hombre normal. Normal como cualquier otro hombre que no es normal, sino que es distinto a todos los demás. En realidad, era en tal sentido tan normal, que era raro. La vez que cruzó la puerta del bar por decimo dia consecutivo aquel mes de Julio mande rápidamente una orden a la cocina y para cuando el hubo llegado a la mesa yo le estaba esperando con su caféconlechedosmedialunas, dulces. Creo que lo apreció. Creo que aquel gesto ayudó a nuestra posterior relación y a que me hiciera algunas confesiones, relajado. Un día de invierno del año anterior o siguiente (no recuerdo) a aquel año bisiesto, me contó una historia que decía querer escribir pero sobre la cual conocía no el origen ni el destino. Era la historia de un hombre que atormentado con no poder concebir un hijo escribía por las noches con lujo de detalles cada uno de los centímetros de su cuerpo. Cuando el hombre terminaba la descripción minuciosa del cuerpo y el alma del niño, satisfecho con su creación, atormentado con haber completado su propósito, frustrado por no poder darle vida, se suicidaba clavándose la pluma en la yugular. Le pregunte si había leído Frankestein. Ante su respuesta negativa supuse que la idea la había heredado de las Ruinas Circulares. 

Sentada en la última mesa de la derecha, contra la ventana, ella venia solo de forma esporádica. Generalmente los miércoles. Siempre se me aparecía como alguien vital más aun cansado, contradictorio. Sus conversaciones telefónicas nada tenían que ver con lo que leía. Leía Hamlet y hablaba de marcas de zapatos y carteras; leía a Camus y hablaba de nombres de bares y tragos y noches interminables en las que la borrachera la llevaba a hacer cosas que yo prefería no escuchar. Su pedido siempre cambiaba. Con ella no podría nunca haber hecho el truco atento de la orden lista al sentarse. Una tarde en que el bar estaba casi lleno y ella no había traído su teléfono (con el cual pasaba buena parte del tiempo que yo la veía), leía con pasión. Cuando apoye sigilosamente el jugo de naranja en su mesa, para no desconcentrarla, levantó el par de profundos ojos azules del libro y me dijo <<Gracias>>. A través del reflejo en aquel mar profundo, de la luminiscencia vidriosa entre sus parpados, note que fue un gracias lleno de contenido, silaba por silaba, letra por letra. Intentó buscar algo que identificara mi nombre en mi camisa blanca como si fuera un empleado de local de comida rápida, mas yo, que no llevaba ninguna identificación y que me había dado cuenta, le conteste <<Roberto, me llamo Roberto>>. Cuando termine la frase y di media vuelta, me sentí extrañado, como penetrado por alguien que me conocía desde hacia tanto tiempo más habiéndonos olvidado, trataba de reconstruirme de adelante hacia atrás: cambiando mis arrugas por mi otrora piel estirada, mis ojos cansados por mis antiguos ojos ilusos y mi voz grave por una más aguda y enérgica. Aquella tarde transcurrió a gran velocidad por lo ocupado que estaba el bar. Tuve a las dos viejitas de los martes aunque fuera miércoles, al doctor borracho de la vuelta, al charlatán del quiosco de diarios y a unas 20 o 30 personas que, transeúntes casuales, habían visto luz y entrado. Aquella tarde no estuvo Matías escribiendo en su libretita, lo recuerdo ahora con lucida vividez. Si lo hubiera recordado antes, el curso del universo hubiera cambiado.
 
El final de aquel miércoles de Diciembre en el que limpiaba yo el bar, me encontró exhausto. Mientras pasaba la escoba con desgano encontré en el suelo, lejos de cualquier mesa, un libro de tapas duras, tirado. Sé que equivoque el camino al no tratar de reconstruir la tarde, que, cansado, asumí en mi mente que el libro no podía ser de otro que de Matías. Lo puse debajo de la caja y me hice una nota a mi mismo en la que puse: Matías, devolver, HOY. Al día siguiente al bar no vino casi nadie. En el aburrimiento de la acompañada soledad de un bar casi vacío, pergenie la idea (que siempre me había perseguido) de que un hombre, sentado en una altísima oficina, lograba tomar todo lo que a la distancia veía a través de su ventana con la mano derecha. El hombre tomaba con su pulgar y su índice a los autos que lejanos circulaban y los re-direccionaba en sentido contrario. Luego levantaba dos edificios del mismo color que estaban separados el uno del otro y los situaba contiguos. Así, pasaba día tras día, todos sus días: re-arreglando la escena; agitando las aguas; re-acomodando arboles, plantas, personas, pedazos de desierto; soplando las nubes, moviendo al sol de posición. Cada día su mirada llegaba más lejos, cada vez influía más en la escena. Cuando un día, cansado de tanto hacer, el hombre se llamaba a descanso, todo lo que él veía (y no alcanzaba a ver) comenzaba a incendiarse. Entonces el hombre con in-humano terror se daba cuenta que era Dios. La presencia de Matías en su mesa habitual me trajo de nuevo a la realidad. Antes de preparar lo de siempre me acordé del libro y me preparé para llevárselo a la mesa. Lo tomó con las dos manos a la manera oriental y lo dio vuelta. <<In Cold Blood, Truman Capote>>, soltó como si yo fuera un ciego que no hubiera podido leer el titulo grande en letras negras sobre la portada gris y blanca. <<In cold Blood, Truman Capote>> repitió. E irritado por su obnubilación, me di vuelta y me fui a buscar la taza a la cocina. No sé porque, pero no se me ocurrió preguntarle si el libro era suyo. 

<<In cold Blood, Truman Capote>> repetí una vez más cuando Roberto ya se había marchado. Como has llegado a mis manos, susurre en voz baja, temeroso de que alguien mas me escuchara. Lo abri lentamente, con cautela. En las páginas de aquel libro encontré no solo el genio de Capote, sino cientos de palabras que eran ajenas a la versión original pero que adjetivizaban o sustantivaban a cada una de las grandes ideas de manera brillante y, me sorprendí. Así, leí la descripción que Capote hacia de un pensamiento de Perry y pendiendo de un hilo que surgía de un rombo que la circunscribía, simulando el carretel del hilo de un cometa fantástico, leí el adjetivo “atemorizante”. Supe que el comentario era de una mujer porque la letra era prolija y el hilo jamás atravesaba alguna palabra. Di vuelta paginas y paginas con avidez de mas. Los carreteles de hilos de cometas que englobaban ideas variaban desde la palabra “tormenta” hasta la palabra “dolor” pasando por “levitante”, “lucido”, “amargura”, “nubes”, “barcos” y “montañas”. Parecía como si ella, en humilde aparente posición de lectora, hubiera estado tratando de reconstruir, en una especie de ingeniería inversa, la idea de la cual había surgido cada párrafo. Está tratando de reescribir la enciclopedia definiendo según las descripciones de distintos autores, pensé. Y sin quererlo mojé la hoja con el agua que había rodado por mi mejilla. No supe si fue de bronca, admiración, envidia o todas ellas juntas. Devoré gran parte de la novela.enciclopedia con preocupante y obsesionada pasión en menos de siete horas. Cuando se hizo de noche y el bar estuvo por cerrar, pagué la cuenta y me senté en el cordón de la calle, bajo la amarilla luz de un farol intermitente, a terminarla. Las dos palabras que, garabateadas nerviosamente en tinta azul, acompañaban la ultima carilla de la fabulosa novela de Capote, me quebraron el alma. Empecé, entonces (o quizás mucho antes) a creer que aquella mujer que había leído, aquella mujer que las había escrito, era la que yo, durante tanto tiempo había estado creando.

En los días que siguieron la busque en el bar de forma infructuosa, como quien busca algo que en realidad no existe. Mi vida real se transformó lenta aunque súbitamente, como un automóvil que atraviesa la noche con las luces apagadas, en una sombra de sí misma. En cambio, mi pluma revivió como reviven los cerezos en primavera, los ríos de deshielo en otoño, los hogares a leña en invierno. Los sonidos de la nada en la que transcurrían mis días sin encontrarla, me iban revelando paso a paso las formas de sus manos, el blanco de sus ojos, el largo de sus pestañas. Tantas tardes la vi entrar en aquel café solo para descubrir que no era ella, que con cada frustración fui eliminando un rasgo que encontraba en las no-ella para así agregar su opuesto. Poco a poco mi otrora defectuosa pluma la iba encontrando. Ella, igualmente, seguía sin aparecer.

Una tarde del verano anterior en que yo le había reprochado dos veces que se pusiera nuevamente las ojotas, Matías garabateaba el papel desmemoriado, ajeno, como quien no quiere estar donde esta, pero sabe no tampoco adonde quiere estar. Los vientos calientes que penetraban la habitación cada vez que alguien entraba al bar hacían que todos los presentes lo mirásemos con ofuscamiento. Era como si cada ingreso de un nuevo cliente.comensal rompiera la armonía del lugar, cambiando su temperatura, su sonido, su equilibrio. Lo comparé mentalmente con la situaciones en que alguien, abrazándose a la mujer deseada, y susurrándole la más ardiente declaración de amor eterno al oído, es interrumpido por el bocinazo de algún celoso que no tiene quien lo espere en su casa, ni en la calle. Abstraído serví, vaya uno a saber cuántos, cafés y gaseosas, carlitos, medialunas. A través de la ventana vi el calor materializarse en forma de ondas que cortaban el aire como espectros flotando. Cuando algún extranjero me pidió un tostado desde La Cuatro me di vuelta y enfile hacia la cocina. Vi a través de la ventana circular a tres cuartos altura de la puerta, que en el fondo uno de los cocineros cabeceaba quedándose de pie dormido. Entonces, cuando apuraba el andar para no permitir que se repitiera aquella escena en que yo intentaba despertar infructuosamente al cocinero y los clientes se retiraban uno tras otro sin pagar, por encima de mi hombro izquierdo la vi a través del vidrio del medio de los tres en que se dividía la puerta de entrada. Pasó de largo. Mas cuando llegaba a la esquina próxima, se detuvo debajo de un farol apagado, se tocó la cabeza levemente (creo que dudó) y volvió. La pollera de jeans cortada le tapaba mínimamente un par de piernas que al invierno siguiente no había notado tan atractivas. El pelo largo y perfectamente planchado, recogido, la hacía mucho más joven que un otoño menos. Empujó la puerta  y, quedándome yo a mitad camino, entre la mesa y la puerta de la cocina, me resigne a que el cocinero se quedaría dormido. Hipnotizado por su repentina y jovial presencia, no fui el único que la vio entrar, no fui el único que le clavo los ojos y le atravesó el alma. Entró y se sentó en la última silla, de dentro a la derecha. 

Cuando volviendo del hipnotismo inicial, realmente la miré  desde mi silla de la cuarta mesa a la izquierda, otra vez ya sin ojotas, supe que el escepticismo iba pronto a acabarse; que finalmente la espera larga y silenciosa y el permanente y difuso ruido de fondo que sonaba en el trasfondo de mi mente iban, en algún tiempo, a terminarse. Supe que cada uno de mis actos me había llevado a aquel punto. Supe que, jugando a ser un Dios propio, había logrado escribir cada uno de los párrafos que antecedían a este momento. Supe, además, que seguiría determinando con mis actos presentes el curso de cada una de las consecuencias futuras. Me agradecí a si mismo haber esperado. Haber, por tanto tiempo, estado buscando. La rasgadura de sus ojos era perfecta, el tobogán de su nariz era majestuoso, la rítmica paciencia de su respiración agitada inflándole el pecho vestido meramente por una musculosa blanca era simplemente la adecuada. Sonreí de felicidad eterna, como si la sonrisa jamás fuera a borrarse de mi cara. Supe que escribía con esa sonrisa una nueva página del libro de la vida y corriendo la silla hacia atrás, con naturalidad, me puse de pie y comencé a caminar hacia ella. 

Cuando lo miré empujando la silla hacia atrás, supe que todo lo que siempre había imaginado ocurriendo en un instante de magia había ocurrido en aquel instante de magia. Supe que la velocidad de mi vida disminuiría; que la tranquilidad me invadiría el cuerpo y que, tal como sabia que ocurriría algún día sin que yo pudiera modificar el curso del destino, había ocurrido. Había ocurrido tal como debía ser; como alguien, con la pluma de lo genial e inexplicablemente creativo, algún día dibujaría. Su semblante era seguro y su sonrisa genuina. Sus brazos eran delgados pero fuertes. Su boca que no estaba cerrada (aunque tampoco abierta) permitiame ver el sensual contorno inferior de dos dientes cuadrados, blancos. Cada uno de los movimientos que usó para levantarse de aquella silla, con natural decisión, eran los adecuados. Me agradecí a mi misma haber esperado, no haber estado buscando. Empujé, yo también, mi silla levemente hacia atrás y entre medio de una sonrisa inevitable, le dejé ver los hoyuelos en mis mejillas apenassonrosadas. Entonces, como quien acepta el destino de su destino inmediato, agache entre risas sutiles, levemente la mirada. 

Al yo, a la distancia mirarlos mirarse, pude percibir la vibración en el aire que los separaba. Se me nubló la mente y recordé con providencial claridad que yo iba a ver, el próximo invierno, el preciso instante en que “In Cold Blood, de Truman Capote” se caía de su bolso al salir ella apurada con el teléfono en la mano. Me rei al darme cuenta que después del acto no lo recordaría y me convencí, entonces, que toda la vida era un mero acto de azar. Cada una de las letras en las páginas de libros que habían escrito él y otros, flotando por años y siglos y vidas que comenzaban y terminaban y volvían a comenzar hasta encontrar el elemento que habían descripto, eran un acto incontrolable. Cada uno de los momentos sublimes en que la perfección de la fantasía volvía perfecta la imperfecta realidad al encontrar lo descripto con su imagen, no eran sino a partir de un indescifrable acto fortuito que no siempre ocurria cuando debía ocurrir. 

 Lo miré dar ese primer paso y la miré sutilmente agachar la cabeza al tiempo que encogía sus hombros y cerraba los parpados de forma casi infantil. Pensé que había demasiada suerte (o mala suerte) en que antes de tiempo se hubieran encontrado. Supe yo, entonces, que el mismo signo determinaría que una tarde en el futuro, en este bar, a ella se le cayera el libro del bolso y que yo por equivocación se lo diera a él. Supe que él se asombraría con lo que leería en aquel libro comentado y la escribiría y describiría por años y años buscándola desesperadamente. Descifré, asi, con la fe ciega del que conoce la suerte del futuro (o el futuro de la suerte), que el se daría cuenta, solo cuando hubiera terminado su obra, que en el mismo bar, una tarde del anterior verano, se había puesto de pie para hacerla suya por siempre; mas que invadido por un inexplicable sentimiento de temor, había caminado junto a su mesa, eludiendo a su propia suerte y dejándola pasar con la estúpida y egocéntrica determinación del que se cree Dios de su destino. Entonces, preso de una decepción inconmensurable, fallaría en darle vida a su obra y, atormentado por la burla del tiempo y la fatalidad, clavando el lápiz negro en su yugular, sería él quien se suicidaría.